III

Hay otro tema delicado. Las dos —Levy y Arrimadas—  se han abierto camino representando la imagen de la mujer joven y liberada. En Catalunya ocupan un imaginario que los sectores soberanistas no han tenido fuerza para explotar. Si el PDeCAT puso al frente del partido una chica con físico de hostalera es porque el processismo no tiene ni la categoría moral ni el poder institucional para compensar, con la generosidad que lo hace Madrid, los esfuerzos —y los riesgos— que pide tener que gestionar la fachada erótica de la política desde una posición tan expuesta. 

Las chicas más guapas de la JNC o de las JERC acaban dejando la política porque no les parece una ocupación suficientemente seria y digna. Al final se encuentran que el juego de poder las enfrenta con un amo catalán que, después de vender muchas motos, resulta que siempre trabaja para favorecer los intereses del adversario español. Una mujer guapa que mande transmite una imagen de determinación excesiva para las estructuras del país, que son demasiado débiles para dar consistencia política a la sensualidad y al erotismo. 

La imagen sexualmente afilada de Levy y de Arrimadas —cada una con su estilo— tiende a irritar a la mujer processista con una facilidad casi cómica. Supongo que las dos dirigentes unionistas recuerdan a muchas catalanas que perdieron el control del territorio y la corona de princesa hace mucho tiempo y que los hombres del país viven desarmados, no tan solo ante el Estado, sino también ante ellas mismas. Me parece que si comparo Levy y Arrimadas, ahora que he tenido este sueño curioso, es porque el papel simbólico que se intenta dar a Cima me revuelve el estómago. 

No estoy seguro que Cima sea consciente de las heridas que Madrid explota a través de su falta de carácter. Tampoco sé si alguna vez, en algún despacho, algún avispado pensó que me podría convertir en un peluche propagandístico remotamente parecido al que ha acabado siendo el marido de Arrimadas. Cuando salgo de casa y veo la sede del PP, a veces todavía sonrío. En la puerta tienen una imagen gigante de una pareja que se da un beso en la boca. Él tiene una bandera española tatuada en la mejilla y ella una bandera catalana. 

Diría que la imagen está inspirada en una fotografía de un israelí y de una palestina que se dieron un beso a través del muro de Gaza el verano de 2014. Ahora que la estrategia de la seducción y del chantaje emocional ha dejado paso a la estrategia de la fuerza, la imagen ha envejecido y quizás tendrían que poner una jueza dictando sentencia contra un peludo de los CDR. En todo caso, siempre que contemplo la fotografía pienso en la fuerza simbólica de los pequeños gestos y en el uso que se hizo de la relación de Cima y de Arrimadas o de la mía con Andrea —que aparece con el pseudónimo de Marisol, en mi último libro.

Cuando el prestigio democrático del Estado empezaba a tambalearse, la prensa insistió en lanzar el mensaje que cualquier amor era posible dentro de España. Evidentemente era la versión populista de aquello que se decía en tiempo de ETA, que todas las ideas se podían defender de forma pacifica. Después de reconciliarse con Arrimadas, Cima borró los tuits que había publicado hasta el 2015 y dejó la política. Ahora dice que cederá el voto a su mujer, que se dedica dejarlo como un hombre baladí pidiendo que pongan en la prisión a sus excompañeros de partido.

Después de tragarse las tomaduras de pelo del president Mas, Cima ha visto la luz y ha abierto una empresa de asesoría con Roger Montañola que tiene, como principal cliente, la representación de Uber en todo España. No es una cartera que te caiga del cielo, si tienes poca experiencia.

—Nosotros éramos mejores —me escribió Marisol, el día que aparecieron publicadas las fotografías del casamiento de la líder de Ciutadans, el verano de 2016.

Nosotros teníamos nuestras cosas, pero distinguíamos la joyería de la bisutería. Por eso no duramos. Por eso el conflicto nacional destruyó lo que no habían podido destruir inconvenientes más demenciales. Por eso, los primeros días de estar en Madrid, Marisol me decía: “Me sabe mal que los diarios te cuelguen la etiqueta de escritor independentista.” Por eso sé que el Estado necesita pervertir los afectos y el talento a un nivel elemental para sobrevivir y la degradación de la política no me ha cogido nada por sorpresa.

Cuando vaciaba el piso para ir a Madrid, Marisol me preguntó qué recuerdo se podía llevar para tenerme presente en el despacho de la calle Génova. Como quien pone el dedo en el agua de la bañera para probar la temperatura, le propuse que se llevara el libro que, entre broma y broma, le había regalado el día que nos conocimos, El nostre heroi, Josep Pla. De entrada le pareció buena idea y yo pensé que era bonito que un libro que había escrito y publicado contra mi propio entorno acabara haciendo un viaje tan audaz y tan normal a la vez. 

Al cabo de un rato, Marisol dejó caer: “¿Sabes qué? Más vale que lo deje aquí porque, si no, los periodistas empezarán a hacer preguntas”. Lo entendí enseguida. Cuando empezó el goteo de informaciones que utilizaban mis sentimientos para barnizar de tolerancia y de buen rollo el discurso del PP contra el referéndum le dije que, si los diarios insistían, tendría que explicar por qué la quería, y se sintió amenazada. También lo entendí, claro. El cerebro lo puede entender todo, el corazón ya es otra cosa.

Una mañana nos sentamos en el Velódromo y dejé que bajara cuesta abajo uno de estos análisis fríos que haces cuando ves el futuro tan claro que no puedes esconderte detrás de ninguna falsa esperanza ni de ninguna comedia paliativa. El problema de anticipar el futuro es que no siempre te da instrumentos o sangre fría para cambiarlo. Estos días pienso en ello cuando veo cómo Marisol pide prisión por Puigdemont, o cómo pide intervenir TV3 y aparece junto al García Albiol haciendo que sí con la cabeza a su discurso de chulo.

La idea era que cada día seríamos más lejos y que no podríamos defender la relación porque el simple esfuerzo de sobrevivir se lo acabaría llevando todo. A ella le cayeron cuatro lágrimas, dijo que de acuerdo, me dio un beso y se marchó. Si la relación se hubiera acabado aquí habría sido un final perfecto, pero a veces no tenemos fuerza para hacer las cosas tal como nos las dicta la intuición. Quizás somos demasiado niños y necesitamos comprobar que no hay alternativa a las situaciones que nos desagradan o quizás debemos persistir en la locura a fin de volvernos un poco sabios. 

Ahora podría escribir páginas y páginas ligando anécdotas graciosas y lamentables y reconstruir la historia de una relación bonita que se fue envenenando contra la voluntad de los dos. Yo vi cómo sufría. Vi cómo se acorazaba mientras el cuerpo le temblaba literalmente de miedo. Vi cómo se peleaba con la angustia de fracasar, de transformarse, de tomar un camino sin regreso. Vi cómo la persona que había conocido se desvanecía ante mí como una fotografía tirada al fuego.

A veces intentábamos volver y, nadando contra la corriente, nos acercábamos, total para comprobar agotados que nuestro mundo ya no existía y que estábamos solos cada cual en su propia selva. Es difícil de aceptar que una persona a quien quieres te aburre, y es grotesco que los recuerdos te empujen a volver a un lugar que te ha hecho feliz para descubrir que solo es un decorado, con su vaho frío de cámara abandonada, como el esqueleto de un barco embarrancado o de una ballena devorada en la playa por las aves carroñeras. 

Con Marisol tomé conciencia, con todo lujo de detalles, de la fuerza que tienen las circunstancias personales y los hechos consumados aparentemente inofensivos. Entendí que el poder funciona de arriba abajo porque la inmensa mayoría de la gente no tiene bastante fuerza ni suficiente imaginación para pensar o para actuar más allá de la representación política. Me di cuenta de que el Estado tenía bastante con dar a una pandilla de jóvenes unionistas la ilusión de un futuro brillante, irreconciliable con la libertad de Catalunya, para encarecer muchísimo el derecho a la autodeterminación.

Vi que Aznar tenía parte de razón cuando decía que Catalunya se rompería antes de que España, cosa que no deja de ser un consuelo de país tercermundista. Tuve que aceptar que la situación se complicaría a medida que los españoles encontraran justificaciones y sistemas de intereses que volvieran a amparar la brutalidad que hasta ahora ha mantenido la unidad de España. Si, de repente, hablábamos idiomas diferentes, si ya no podíamos reír de las mismas cosas, como se tendría que poder entender la gente que se traga los discursos precocinados?

Aunque es la reacción más humana normalmente es contraproducente intentar advertir a alguien de algún peligro porque poca gente tiene las orejas más finas que el amor propio. Además siempre tendemos a pensar que ya gestionaremos las situaciones a medida que nos las vayamos encontrando, sin calcular que la capacidad para soportar contradicciones es limitada y que, en general, lo que pasa es que las situaciones nos devoran hasta convertirnos en otra persona, más grande o más pequeña, pero que ni siquiera recuerda a la anterior.

Con Marisol perdí las últimas esperanzas de un final limpio, no traumático, al conflicto entre Catalunya y España. Cada desamor se lleva o matiza alguna ilusión que nos habíamos hecho sobre el mundo o sobre nosotros mismos y mi historia con ella liquidó esta, seguramente por eso puse tanta tenacidad, tanta energía inútil, para mirar de salvar algo. Nunca he tenido tanto la sensación de que el conflicto con España nos hará bajar muy abajo a todos juntos como desde que ella se marchó a Madrid. Y ver a Cima me lo recuerda. Incluso más que contemplar el espectáculo dantesco que es esta campaña electoral