III
Los elementos de tipo generacional, pues, también han marcado mi relación con Marc Álvaro. La generación de los 60 fue a la escuela cuando el franquismo y la guerra fría habían normalizado todos sus tópicos. Con una memoria nacional debilitada, que no los podía proteger de la dictadura, y una locura consumista que irrumpió como un torrente de agua en el desierto, los catalanes de los años 60 llegaron vulnerables a las trampitas de la Transición. Los amigos que tengo de su edad son gente endurecida, con una conciencia histórica fuertísima que les viene de las profundidades de la familia.
Los catalanes nacidos en los 60 necesitaron más fuerza que yo para sobrevivir al contexto. Tienen la suerte que han visto a los españoles sin la máscara de demócratas y recuerdan perfectamente la actitud de conquistador que les ha permitido vivir del robo durante siglos. Los pocos que no se sometieron al espejismo autonomista pagaron un precio altísimo para no romperse. No pondré nombres, pero las personas de aquella década que más quiero o bien hace años que no trabajan, o bien se pasan buena parte del año viajando por lugares remotos, o bien parece que tengan el síndrome de Vietnam.
Quienes fuimos educados en catalán quizás hemos crecido en un clima de libertad artificial, pero vivimos los valores democráticos con normalidad. Quizás somos ingenuos, pero no somos materialistas hasta la sordidez, hemos crecido en la abundancia. El bienestar ha traído a la puerta de nuestra casa los libros, el sexo y las mejores creaciones de California y de Nueva York. Hemos aprendido el inglés casi sin esfuerzo y el hecho de haber sido educados en el idioma del país hace que nos cueste más comulgar con ruedas de molino. Los mismos españoles lo notan, por eso ahora dicen que hay que intervenir la escuela y castellanizarla.
A pesar de que hemos nacido en el siglo XX, no podemos decir como Josep Pla: “El único drama de nuestra época es que ha obligado a todo el mundo a ser un superviviente”. Marc Álvaro sí. El amigo de Campuzano todavía es hijo del cinismo de Franco y de Stalin, todavía creció marcado por el pacto entre comunistas y fascistas de 1978. Su generación fue la primera que pudo elegir el mundo civilizado como alternativa a la España violenta y autoritaria, pero mayoritariamente prefirió construir una España en pequeño en Cataluña para no meterse en problemas y, sobre todo, para no hacer enfadar a los castellanos, que entonces tenían más mala leche que Arrimadas.
El cinismo sociovergente se podía comprender mientras estaba en manos de Macià Alavedra, que cruzó los Pirineos a pie cuando era pequeño, o de Jordi Pujol, que fue torturado por la policía, o de Pasqual Maragall, que vio como su familia se meaba sobre la memoria del abuelo poeta y, encima, se tuvo que esconder en casa de mossèn Ballarín, o bien de José Montilla, que era un pobre inmigrante. El cinismo de Artur Mas, el drama del cual fue tener que volver a hablar el catalán después de haberse castellanizado, ya es de calidad más baja. La degeneración que ha venido después era previsible.
Si las dos guerras mundiales sirvieron para eliminar la diversidad europea por la vía de la violencia, la generación de catalanes nacida en los 60 constituye la máxima expresión de una Europa que ha intentado eliminar las diferencias de fondo a través de la castración intelectual. La deriva del proceso y el juego de manos final de Puigdemont es imposible de explicar sin la mentalidad de una clase dirigente asustadiza para la cual evitar cualquier conflicto (con España o con el electorado) era más importando que la misma independencia.
Igual que Junqueras o que Puigdemont, Marc Álvaro tiene una puteria enternecedora, de criatura que ha sufrido bullying en la escuela y dice, como si fuera Scarlett O’Hara: “Prometo que nunca más volveré a pasar hambre”. A diferencia de mi, que me esforcé sobremanera para ganar tiempo, consciente que corría el peligro de perderme en los vicios de los mayores, Marc Álvaro quería ser una inteligencia precoz a toda costa. Como la España democrática, quiso crecer rápido para huir de su pasado, y las prisas le han pasado factura.
Cómo casi todos los intelectuales nacidos en los años 60, Marc Álvaro prefirió situarse bien en una Cataluña rancia y castellanizada, que no defender una Cataluña moderna y cosmopolita, y ahora cada vez que pienso en él lo recuerdo bailando Los pajaritos en la boda de Jordi Graupera. Para no hacer un retrato completo de su país, el amigo de Campuzano ha producido una versión contrahecha de él mismo que conecta muy bien con la idea de hombre domesticado que escarnecen Rodoreda y Salter a sus libros. Tanto el tendero lisiadito que salva Colometa en La plaza del Diamante, como el arquitecto de Años luz, que vive en su jaula de oro mientras su mujer se consume de aburrimiento y de vacío, serían lectores incondicionales de La Vanguardia.
He aquí por qué Marc Álvaro ha interpretado el papel del intelectual a la antigua, como lo entendía Gaziel, como un tipo de sacerdote que contiene los excesos de las masas y los orienta con su antorcha iluminadora, si hace falta con el maquiavelismo retorcido del flautista de Hamelín. Ahora que internet ha roto los discursos verticales, ahora que todo el mundo puede ir a la universidad, no veo qué sentido tiene hacer de Gaziel. Con los debates abiertos de forma permanente, el intelectual solo puede aspirar a ser un excéntrico que señala aquello que todo el mundo mira pero nadie ve. Y más en Cataluña donde el poder es tan precario.
En una sociedad abierta, un intelectual que no quiera ser un sucedáneo de político tiene que pensar como si no tuviera nada que perder. Hoy no puedes pretender que la mayoría de la gente te dé la razón, ni controlar la recepción de aquello que dices, como si el monopolio de la información funcionara como en los tiempos de las máquinas de escribir y de los megáfonos. En vez de intentar modelar el público desde el aplauso, el intelectual de hoy tiene que intentar influir en la sociedad planteando y animando las discusiones.
En los regímenes prósperos hay infinidad de cosas que se pueden callar o disfrazar porque el margen por la creatividad es muy grande. La creación tiende a realizarse con los excedentes de la fuerza, con las sobras de la inteligencia y la fidelidad. En los regímenes putrefactos todo lo acabas teniendo que revisar porque las obviedades traen la carcoma que te acaba hundiendo con el resto del barco. Es una cosa que ya sospechaba cuando tenía los primeros trabajos y Marc Álvaro me calificaba, todavía cariñosamente, de criptoanarquista.
A mí los grandes relatos se me deshicieron en las manos antes de empezar a escribir. Quizás esto también ayuda a entender por qué la maestría que esperaba de figuras como Marc Álvaro no se va producir, ni tampoco se ha producido con otras personas inteligentes como Jordi Graupera o Jordi Amat, que son más jóvenes, más conciliadores y trabajaron más cerca suyo. Cuando me puse a escribir, el régimen del 78 y la Europa de la guerra fría ya habían perdido su permeabilidad. Lo único que podía hacer era apartarme de los discursos generalizadores.
El hecho que Marc Álvaro se haya convertido en un opinador irrelevante por muchos de mis amigos me hace pensar que viviremos una renovación política. Cuando un sistema cultural se agota, la política se devora ella misma. Lo hemos visto en Cataluña, en España, en Europa e incluso en los Estados Unidos, que es la sociedad más viva de Occidente. Marc Álvaro ilustra hasta qué punto la fuerza del independentismo ha servido para desmontar una pandilla de figuras que estaban más pendientes de no ser desplazadas, que no de pensar y de actuar para ensanchar alguna frontera como había hecho el hombre occidental desde hace siglos.
El amigo de Campuzano representa un mundo que nunca ha creído que la independencia fuera posible y que, aún así, quiso abanderarla porque no tenía ninguna idea mejor para vivir. El 'procés', y especialmente el referéndum, ha sido un test de calidad, tendría que servir para aclarar el paisaje. El futuro que venga ahora dependerá de la fuerza cultural que tenga el país. Un líder político de verdad no se crea, aparece como una seta de resultas de la presión social que generan las ideas nuevas. Me parece que hemos hecho la parte fácil, y que ahora queda la más difícil.