III

Es una suerte que el catalán actual tenga tantas cosas en común con el europeo de fachada cosmopolita, inseguro e insatisfecho, que Keith Lowe retrata en su último libro, The Fear and the Freedom. El hecho de que un historiador joven se pregunte ahora, setenta años después del nazismo, cómo nos han afectado las experiencias “traumáticas” de la Segunda Guerra Mundial, me tendría que ayudar a ser más entendido en mi casa. 

Cuando entrevisté a Frederic Beigbeder me dijo que, en el fondo, había escrito su último libro ―una novelita basada en la historia de amor entre Salinger y Ola O’Neil― para hablar de la desaparición de Francia el 1940. “El silencio de los abuelos respecto de la guerra nos ha convertido en una sociedad de adolescentes mimados ―me explicó mientras jugaba con el pelo de su meleneta de gamberrillo sentimental―. Todo está a punto para que haya un descalabro que enjugue las deudas, impulse la economía y deje lugar a los supervivientes.”

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Frederic Beigbeder / El Nacional

 

La Francia que pinta Michel Houellebecq también va por aquí. En Soumission, el dinero de Arabia Saudí basta para doblegar los valores laicos de la república. El protagonista encuentra en la poligamia y un aumento de sueldo motivos suficientemente fuertes para convertirse a la fe musulmana. La novela explica de una manera tan sencilla la transición entre la Francia ilustrada y la Francia islamista que hace la posibilidad creíble. Europa ha erosionado la tradición y la identidad hasta convertir el bienestar en la única idea integradora, y el dinero parece capaz de llenar con cualquier cosa el vacío del ciudadano culto y cosmopolita. 

La democracia se inventó para que la gente pudiera luchar por sus amores sin matarse, ni arruinar su patrimonio. Pero el miedo a repetir las experiencias del pasado ha ido reduciendo la democracia a una serie de leyes abstractas interpretadas por tribunales cada vez más nacionalistas. La Unión Europea, que se creó para limitar la fuerza de los estados, ahora corre el peligro de acabar siendo un simple club de estados. Después de muchos años de vivir como si la libertad sólo dependiera de la razón, la importancia de las fuerzas subterráneas se empieza a hacer visible otra vez. 

En Catalunya y en Europa empezamos a pagar las consecuencias de haber intentado limar o enterrar todo aquello que nos parecía importante pero percibíamos como potencialmente conflictivo. La primera mitad del siglo XX nos convenció tan profundamente de que la brutalidad era imprescindible para dirimir las diferencias de fondo que decidimos banalizarlas en un mar de indiferencia y de retórica buenista. Para no revivir la humillación que provoca la violencia, permitimos que los estados trajeran la guerra y la desolación a nuestra vida interior. Ahora medio Occidente está enganchado a los psiquiatras.

Total, no sé qué tipo de libro escribiré. Si es verdad que el artista cura su sociedad tratando de curarse a él mismo, este octubre ha puesto mis limitaciones en evidencia, y me parece que todavía no he visto nada. Tampoco soy el primer escritor que comprueba hasta qué punto son insignificantes, los libros, ante los ciclos de la historia y los patrones humanos. Seria presuntuoso pensar que cuatro ensayos podían cambiar nada, pero esto no quiere decir que no me haga daño ver que mi trabajo ha servido de poco. Allá donde no llega la cultura, los políticos andan a oscuras. 

A pesar de haber escrito una biografía de Lluís Companys, o justamente por este motivo, todavía estoy anonadado de ver que hay políticos dispuestos a ir a la prisión y a poner en peligro todo un país sólo para justificar sus miedos. Los líderes independentistas no sólo se acobardaron en el último momento, como me decía el camarero del Velódromo. Hacía años que preparaban su fracaso meticulosamente por autocumplir la profecía que los había encaramado en el poder ―esto es: la idea que la independencia es imposible sin un drama catastrófico―.

Con el tiempo se irá viendo que el objetivo de los líderes independentistas era chantajear al Estado para obligarlo a negociar. Alfons López Tena me asegura que han acabado en la prisión o en el exilio porque no creían que la justicia española osara actuar contra ellos, y que por eso en cada gesto, en cada documento aprobado, en cada discurso, dejaban una puerta abierta a retractarse. Yo creo que algunos sí que se pensaban que podían acabar en la prisión, pero preferían ir a la prisión a cambio de nada, que ir después de plantear una batalla seria al Estado.

Igual que Companys, los líderes del procés preferían conservar una apariencia de razón moral, que arriesgarse a desafiar España con toda la fuerza de las armas al alcance o irse a su casa. Yo mismo viví así durante años. Evitaba estudiar para no tener que sentirme burro si suspendía. Así fui pasando hasta que me cansé de vivir atemorizado por mi perfeccionismo hedonista y mediocre. De una cultura popular enferma de resistencialismo, y de una sociedad educada para estigmatizar los fracasos del pasado a cambio de bienestar material, seguramente no se podía esperar nada más. 

Como dicen los inversores de Wall Street: “Bulls make money, bears make money, pigs get slaughtered”. Es una manera de decir que la avaricia, la maraña que produce la obsesión por el beneficio a corto plazo, siempre te acaba desangrando. Las buenas estrategias, sean ofensivas o defensivas, no pretenden evitar el dolor, ni la derrota a cualquier precio. Saben que asumir los riesgos de cada decisión es la única manera de activar los resortes creativos que permiten conjurarlos o salvar los recursos necesarios para remontar una caída. 

Quien controla el pasado controla el futuro, escribió George Orwell. Si Catalunya todavía no es dueña de su futuro, debe de ser porque tampoco lo es del todo de su pasado. La única manera que tengo de proteger la poca libertad que me he ganado de la derrota de este mes de octubre es seguir explicando mi historia. En algunos aspectos, ni que sean pequeños, ya ya he ganado. En otros, todavía no he perdido. 

Toda mi vida ha sido una lucha para no vender trueque ni mi esperanza ni mi inteligencia. He pasado justito por todas partes. A la larga quizás pagaré la osadía de no haber querido romper con mis orígenes, ni aceptar tampoco el lugar en el mundo que me daban por defecto. Prefiero ser una montaña donde debería haber un valle, un bosque donde debería haber un desierto, una jungla donde debería haber un zoo, un diamante en bruto donde debería haber un guijarro desgastado por el paso del tiempo.

Como los soldados del Vietnam, a veces me palpo el cuerpo, estupefacto de no haber perdido ningún brazo, de no traer el agujero de ninguna bala perdida, y maldigo una guerra de la cual no me puedo escapar porque no la he elegido yo. A pesar de que los años pasan y la creatividad es limitada y la vida me va atrapando cada día algo más, no tendría sentido que ahora me hiciera mía una derrota que no es mía. Si defiendo la posición, quizás contribuiré a vacunar el país contra los autoboicots que han destruido la clase dirigente autonomista en esta década de euforia, demagogia y renacimiento.