Cada verano, menos este, que es especial, la costa menorquina es invadida por dos tipos de bañistas. Están los usuarios naturales de las playas de arena fina y blanca y hay los amantes más o menos fogosos de las calitas rocosas y torturadas. Las playas de arena fina fidelizan a las familias que van con nenes y el equipo de trastos hinchables.
Los niños van de la toalla al agua y, si los padres tienen alma, van equipados con unas gafas submarinas. En Menorca, un niño no encontrará espectáculos comparables a la visión de los pececitos del fondo del mar, aunque el fondo no pase del medio metro. En estos paraísos digamos convencionales, hay parejas que se ponen crema el uno al otro y universitarias con los pechos al aire, aparcadas en la arena como descapotables salpicados por el sol.
Cuando no duermen, las universitarias acostumbran a hacer cara de dolor de cabeza y de resaca. En general, tienen las tetas bonitas porque son jóvenes y todas las formas les quedan bien. Las chicas crecen cada día más esbeltas y, a medida que te haces mayor, valoras más ver piernas largas, pies pequeños y tobillos delgados. Aun así, el ángel de la juventud es esta mirada de indiferencia que no viene de la amargura sino de la inocencia de no conocer ni el miedo ni el desengaño.
Así pues, las playas de arena fina reúnen el ocio de la gente sencilla, que no quiere problemas. Son pequeñas, porque la costa menorquina está hecha de mordiscos de ratita, pero hay un hormigueo humano importante. La arena acostumbra a ser una lengua pequeña y blanquecina rodeada de rocas o de bosque, donde a menudo hay algún padre refractario al sol que lee bajo un pino, o que hace ver que trabaja mientras escribe a una chica o hace el trol en Twitter con una cuenta falsa.
Excavadas en la roca, en estas playas siempre encuentras alguna cueva troglodita que había servido de refugio a los pescadores y que ahora sirve para que las chicas pierdan la virginidad en alguna fiesta rave. En la boca de la cala fondean veleros que, si eliminaras el gentío, harían un efecto de novelón del diecinueve. A la mayoría de estas playas se llega por caminitos polvorientos, abiertos a través del bosque. Con los trastos de la playa, la caminata es larga. Pero eso no es nada; hace 70 años, las calas más famosas, como la de Binibeca o la Turqueta, eran más accesibles por mar que por tierra.
Los parajes bonitos piden predisposición a hacer la cabra a través de las rocas, o el tiburón, si llegas nadando
Igual que las chicas que se saben interesantes, Menorca exige cierto esfuerzo para dejarse conquistar. Cuanto más íntimo quieras el rincón, más tienes que trabajar. Los parajes bonitos piden predisposición a hacer la cabra a través de las rocas, o el tiburón, si llegas nadando. Uno de los roquedales más conocidos es el de la Olla, que tiene una puesta de sol que tiñe el agua de la cala de un rojo infernal.
En los mejores rincones de estos roquedales encuentras jóvenes solitarios que meditan, leen, escriben cartas y se bañan en pelotas. Cuando salen, agitan la melena y encienden un pitillo para llenar de humo el vacío de sus pensamientos. Para llegar al agua, a veces, la misma roca te extiende una escalera o una rampa natural. En algunos lugares encuentras una escalera metàlica bien intencionada y enmohecida y en otros más aventurados hace falta coraje para saltar de cierta altura.
Yo prefiero las rocas solitarias que las playas de arena fina y blanca. Pero no para ir a pensar, sino a olvidar. Para olvidar hago el muerto. Hacer el muerto en el mar es un remedio que los psicoterapeutas deberían recetar. Buscas un recodo donde el agua no pegue fuerte contra las rocas, miras al cielo, cierras los ojos y te pones las manos en la nuca como un Tom Sawyer que se estira a la hierba. La salinidad del agua te levanta los pies y, mientras el cuerpo se va poniendo en posición horizontal, la sensación de ingravidéz te retorna una cierta paz. El agua te abraza y te mece; en las orejas sientes un crepiteo intenso, como si tu madre te esperara para comer y te friera un huevo frito.
Al cabo de un rato sales, te sientas en la roca y, si algún recuerdo todavía te estorba el pensamiento, intentas describir el mar. Es tan difícil, que te ocupa toda la cabeza. Escuchar como ronca el mar, relaja; observar como se mueve, produce desasosiego. No porque parezca la panza de una bestia mitológica, sino por la suavidad, la delicadeza y la inexorabilidad inefable con que el cuerpo acuoso se mete por todos los rincones y se adapta a todas las superficies.
Con esto, hay que vigilar con las medusas. En Menorca, los bancos de medusas van de un lado al otro, intempestivas y sin correa como los turistas japoneses. Una picadura de medusa mientras haces el muerto es cruel y dolorosa como el desamor. Del amor ya hablaremos otro verano que no tenga, como este, un horizonte apocalíptico