Los disturbios de Barcelona me han recordado al clima demencial que se creó en el inicio del procés, cuando el juez Garzón ordenó la detención de Lluís Prenafeta y de Macià Alavedra. El lío que hay entre los jóvenes y la policía no deja de ser la evolución normal de la confusión que ya envenenaba, en aquel entonces, los debates políticos del país. Hace una década se trataba de acabar con la corrupción, ahora el demonio es la violencia.
Así como la mayoría de catalanes que hablaban de la justicia española como si fuera la mano de Dios han acabado encontrando, una década más tarde, motivos de peso para odiarla, los que ahora buscan una excusa en los tumultos también recibirán, cuando toque, una buena puñalada por la espalda. Los que quieran orden van a tener más orden que el que se piensan, y los que quieren hacer la guerra sin hacerla acabarán avergonzados y arrastrados por el barro como los políticos de los años treinta.
Hay una relación entre la pancarta que Quim Torra colgó en el balcón de la Generalitat y la película mediática de la Barcelona incendiada. Torra quería justificar un cargo que no tenía medios para ejercer y los jóvenes han encontrado en Pablo Hasél un refugio hecho a medida de las miserias autonómicas. Los jóvenes queman contenedores igual que Bernat Dedéu lamentaba —no hace mucho— que no hubiera habido elecciones en el Ateneu después de haber aceptado todos los pactos con el diablo.
Mientras los independentistas tomen decisiones pobres y desesperadas, a España le va a salir cada día más a cuenta que la policía vacíe ojos en Catalunya
Catalunya se ha convertido en una oveja negra desmoralizada que hurga en los contenedores más para justificar su falso idealismo que no porque pase realmente hambre. No estamos en los años cuarenta, nadie te hace beber aceite de ricino ni te fusila por una idea. Nadie te obliga a militar en ningún partido, ni te fuerza a aceptar tratos que ofenden a la inteligencia. Si Juliana Canet quiere dar guerra, no hace falta que se cague en el “puto pacifismo”, puede probar de meterse con TV3.
El cinismo tiene consecuencias, dejarse vejar tiene consecuencias. Concurrir a unas elecciones diciendo que no tienes miedo y después declarar en castellano en un tribunal español que no consideras imparcial, tiene consecuencias. Quizás haya que recordar que, mientras el president Torra desafiaba a Madrid pidiendo libertad de expresión con una gran pancarta reivindicativa, su gobierno se dedicaba a purgar la oposición política de todos los medios de comunicación que controlaba.
Mientras los independentistas tomen decisiones pobres y desesperadas, a España le va a salir cada día más a cuenta que la policía vacíe ojos en Catalunya. Los Mossos son una policía estatal y Pablo Hasél no sería nadie, ni estaría en la prisión, si Madrid no pudiera utilizarlo para dar pienso a nuestras comedias. España intenta impulsar una nueva transición a través del PSOE y los contenedores quemados son un material tan bueno y tan eficaz para forjar el nuevo consenso como las porras de la policía.
Igual que el empequeñecimiento del PP o la fragmentación de Convergència, la violencia de baja intensidad alimenta un teatro pasajero destinado a destruir prestigios y a desmoralizar la tropa. Los socialistas, que aguantaron el régimen de Primo de Rivera, que traicionaron a la Generalitat republicana y que pactaron con los franquistas, son el único partido que cuenta de verdad en Catalunya. Por eso, desde el 155, todos los debates que el país es capaz de tolerar y de generar desprenden esta peste sórdida de antifranquismo viejo.