Hace días que pienso en un pasaje de Viaje en autobús muy bueno, en el cual Josep Pla escribe que la historia vale más poderla leer en la cama, tranquilamente, que no tener que vivirla. Pla escribió el libro en un contexto de destrucción material y espiritual terrible, poco después de la Guerra Civil. Si menciono el título en castellano es porque tuvo que publicarlo por narices en esta lengua.
En la Catalunya actual, los muertos andan, los edificios permanecen intactos. La represión como mucho te puede llevar a pasar unos cuantos años en prisión, si no te marchas al exilio. No hay listas negras, que yo sepa. Las depuraciones se realizan con el estilo de siempre, incentivando a los responsables a trabajar, por iniciativa propia, “en la dirección del Führer”.
Aun así, detecto un clima de idiotización que me hace pensar en los años cuarenta. El procés jugaba con una cursilería infecta, pero tenía una cierta base de realidad, ni que fuera de una calidad primaria y emotiva. Tanto los independentistas, como los unionistas ―como los que solo odian España porque no encuentran su lugar o fueron expulsados hace una o dos generaciones―, tenían espacio para desahogarse, ni que fuera de manera ruidosa y grosera.
La dinámica del 155 ha alejado tanto los discursos oficiales de la realidad que las comedias que la gente hace para adaptarse producen aquel repelús intestinal de las naturalezas muertas en descomposición. El rasgo más remarcable de los mejores dietarios de posguerra que he leído ―o de las mejores novelas― es que todo el mundo parece un poco tocado del ala. Supongo que la represión hace que las debilidades personales no encuentren salidas virtuosas y se manifiesten de forma descarnada e histriónica.
Pla lo teoriza en un pasaje de Viaje en Autobús que no pasó la censura, pero que leí en el archivo de Alcalá de Henares. Lo peor de las guerras ―venía a decir― no es la destrucción material que dejan, sino el clima de cinismo silencioso y enfermizo que promueven. Los edificios se pueden reconstruir, los muertos se pueden recordar o criticar en homenajes y en estudios académicos. En cambio, los impulsos creativos de la inocencia no se pueden recuperar una vez se ha perdido el candor.
Como que me resisto a normalizar la situación, pero tampoco puedo hacer nada para mejorarla, me he abierto una carpeta en el Evernote que se llama Posguerra. En ella guardo los desechos del naufragio que me hacen pensar en el clima tóxico y dantesco de los años cuarenta. Es mi manera de mantener despierta la curiosidad y de estudiar las maniobras de la bestia, para protegerme de su maquiavelismo posmoderno.
Catalunya es un lugar ideal para estudiar la evolución del nuevo despotismo europeo. El cargo que la Unión Europea ha dado a Dolors Montserrat, o el historial académico de la eventual nueva presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, no invitan a pensar que será muy ilustrado. Como primeros de los años cuarenta, España se encuentra en una sintonía perfecta con las potencias que dominan el continente.
No sé qué frutos darán los intentos de Madrid de matar el independentismo sin sangre, ni aceite de ricino. El Financial Times dice que el PSOE considera que el proceso fue cosa de la tercera edad traumatizada por el franquismo y que los jóvenes catalanes serán fáciles de reconducir. Es verdad que la década procesista dio chispas de vitalidad que ahora parecen pudrirse a la misma velocidad que la política.
Como en la posguerra, el juego se juega a oscuras y resultará difícil de salir indemne. Supongo que es mejor tener TV3 en catalán, aunque mirarla dé vergüenza ajena. ¿Pero se puede volver a los años noventa ―toda una generación atrás―, como quieren los partidos de la sociovergencia y los intelectuales del Cobi? ¿Hasta qué punto es posible matar ideas grandes solo con gente pequeña ―sin hacer antes una limpieza minuciosa como la que hizo Franco?
La historia no se repite nunca exactamente, pero una posguerra construida con papel de fumar normalmente lo que da es otra guerra ―por supuesto, más violenta.