Ciertamente, el régimen cae, pero no está nada claro si habrá imaginación para construir algo que se aguante con los restos del naufragio. En las posguerras y en los momentos de decadencia incluso las escenas costumbristas se vuelven grotescas. Cuando la inteligencia no encuentra caminos fáciles para elevarse, muchas veces hurga hacia abajo y se recrea en las heridas. Los críticos literarios y los artistas justifican sus derrotas confundiendo la sordidez con la belleza.
Cuando el miedo se socializa y el rebaño quiere volver atrás, el mundo empieza a verse a través de espejos deformados por excusas. Da igual si vas a la presentación de un libro, si te encuentras a un político por la calle o si te paseas por el Instagram. Cuando los hombres no tienen un sueño que los sueñe son devorados por la caricatura y la civilización se convierte en un puente estrechísimo, que hace llorar y reír a la vez. Los paraísos que nos hicieron felices son asediados por los bárbaros y es difícil no sentirse huérfano.
Nos encontramos en un momento de griterío ensordecedor y me sería fácil reír con los amigos de la foto de Pilar Rahola que me envían al teléfono. La reina madre del proceso aparece con camisa de dormir junto a un señor barbudo y calvo que responde a la imagen tópica del macho ibérico y que resulta que es su marido. Enjoyada y aposentada en una cama barroca decorada con angelitos dorados, Rahola parece una estrella de la televisión de Puerto Rico o de un canal español de Miami.
La mano derecha de la articulista descansa sobre el cuello ancho de su hombre, en un gesto afirmativo de posesión y de protección de su botín que parece inconsciente y tierno. Con su marido-trofeo, Rahola nos recuerda por qué Josep Pla se disfrazó de payés y se refugió en una especie de ficción neorural para intentar sobrevivir a la dictadura. También nos recuerda qué tipo de comportamientos son incentivados y por qué motivos políticos.
Rahola te enseña cómo funciona el ascensor social, y nadie podrá negar que la solución que encontró a su ostracismo ha hecho escuela, no tan sólo en Catalunya, sino también en España. Inés Arrimadas puede decir que el Estado no fusiló a Companys por el mismo motivo que Rahola se puede dejar fotografiar como si fuera Cleopatra o que Junqueras y Puigdemont van de mártires del independentismo, cuando sólo piensan en impulsar una nueva transición española.
Catalunya y España se van destruyendo mutuamente a base de mentiras. Aunque fuera tarde, Francia asumió su responsabilidad en la deportación de judíos. Alemania también ha asumido que el nazismo salió de sus demonios y que el holocausto fue culpa suya. En España, Madrid y Barcelona se van hundiendo en sus imposturas, mientras intentan sacarse las pulgas de encima. La superioridad moral de los discursos catalanes y españoles cada día es más corrupta, más hortera, y más franquista.
En una democracia, especialmente, sería absurdo pensar que las actitudes de los dirigentes no pueden intoxicar la vida pública. Resistir a los comportamientos incentivados desde el poder es muy pesado porque, como dijo Malpertuis, la naturaleza se rige por la ley del mínimo esfuerzo. Cuanto más necesitado estás de marcar distancias con tu tribu más conciencia tomas de la fuerza atávica de los grupos y de la importancia que la vida colectiva tiene en el individuo.
A veces me da miedo quedar atrapado en las críticas que hago a mi país. Aunque me gustaría, no puedo analizar a los catalanes con la distancia aséptica de un holandés. La memoria y la imaginación protegen al hombre de las locuras colectivas pero también tienen un límite. A medida que la política y la cultura acentúan las expresiones de manierismo mórbido, más esfuerzo debe uno de poner para evitar que la comedia se lo trague y lo convierta en gasolina para la fiesta.
Uno de los pocos escritores vivos que me dicen que todavía se puede leer en castellano, Ignacio Peyró, ha sacado un libro de gastronomía. Mientras lo hojeaba, en la presentación que ayer se hizo en Barcelona, pensaba en todo esto, y en los artículos que Néstor Luján publicaba en la revista Jano de medicina, en los años setenta y ochenta. Cuando el mundo que te rodea queda por debajo de tu nivel de evaluación, o por encima de tu resistencia a las enfermedades colectivas, sólo te queda la elegía de los placeres carnales y las naturalezas muertas