Ayer al llegar a casa, me encontré a una amiga que leía concentrada en el sofá del comedor. Es pequeñita y tiene unas orejas de duende que se le mueven cuando alguna idea le interesa.
―¿Qué haces? ―se me ocurrió preguntarle.
―Leo ―me respondió como si estuviera en su casa.
En las manos tenía una edición de Penguin del libro más famoso de J. D. Salinger, The catcher in the rye. Cuando lo leí no sabía inglés y entendí poca cosa. Más allá de la voz ácida del protagonista y del ambiente de club de jazz que transmite el ritmo de la prosa, sólo recuerdo un pasaje.
Caulfield quiere dar un beso a una chica y, mientras intenta reunir el coraje, desgrana un monólogo que hoy sería recibido con indignación. Una mujer que no sea una puta, dice Cauldfield, siempre te acaba diciendo que pares. El problema es que no sabes nunca si te lo dice porque realmente quiere que pares, si sólo está acojonada y necesita un empujón, o si lo que busca es poder darte la culpa del revolcón que ella también desea más que nada en el mundo, en caso de que algo salga mal.
El monólogo dura una página. Me reí mucho cuando Caufield explica que él para siempre que las chicas se lo piden, a pesar de saber que después se arrepentirá. Caufield dice que para porque le asusta ver hasta qué punto las mujeres son capaces de perder el mundo de vista enseguida que se ponen calientes con cuatro caricias. Sólo hay que observar cómo se reparten las tendencias compulsivas, y cómo se pone una mujer cuando tiene hambre, para constatar que el pasaje toca el meollo del amor.
Tengo presente la escena porque me sugirió la idea que, en una pareja de enamorados, la función del hombre es abrir sexualmente a la mujer, mientras que el papel de la mujer es despertar la sensibilidad del hombre para que aprenda a poner sus propios límites con un poco de conocimiento. En todo caso, ver otra vez el libro me recordó que, en un programa de Rac1, escuché como el dueño de la Llibreria 22, Guillem Terribas, mencionaba a Salinger para explicar la reticencia de Marta Rojals a dejarse fotografiar.
La banalidad de la comparación me hizo sonreír, y no sólo porque se supone que Terribas es un librero de prestigio. Dejo de lado que Rojals no está traumatizada por el desembarco de Normandía ni se ha cagado nunca en su sociedad con la virulencia que lo hizo Salinger. Salinger tomó la decisión de esconderse cuando el éxito de su libro le empezó a parecer artificial, no antes de convertirse en un fenómeno literario, como en el caso de Rojals.
El comentario de Terribas me recordó por qué razón Salinger desapareció de los diarios y dejó de publicar, pero sobre todo me hizo entender por qué la última novela de Rojals ha tenido una recepción tan extraña. Los críticos y los lectores todavía le tienen miedo porque es una escritora de éxito y el bicho que todos llevamos dentro tiende a tratar con un respeto reverencial las operaciones del sistema. Incluso Marina Porras parecía incómoda, en la crítica que le dedicó este verano.
Con Rojals ha pasado igual que con el proceso de independencia. La propaganda y las conveniencias han distorsionado tanto la realidad que costará tiempo encontrar una manera natural de relacionarse con su obra. Terribas mismo tuvo el morro de calificar de ambiciosa la última novela de la escritora poniendo como argumento el número de páginas. Saliendo del programa, dejó caer que no había leído el libro y que no lo pensaba hacer porque la literatura de Rojals no le interesa.
En los últimos años, la fama desaforada de Rojals ha creado toda una escuela de escritoras que intentan asemejarse a ella. La mujer de pueblo que sufre se ha convertido en uno de los grandes temas de la literatura catalana, durante el procés, curiosamente justo cuando Barcelona empezaba a reconciliarse con su identidad nacional. Expresarse es arriesgado y difícil y la industria crea referentes artificiales, que dan una sensación de falsa normalidad a la gente insegura.
Salinger huyó del mundo por miedo a convertirse en un producto del sistema. Rojals rehusó de entrada la posibilidad de explotar comercialmente su cara pero ha acabado folclorizada por la propaganda comercial y por los críticos literarios. Cuando sacó el primer libro, a demasiada gente le convino olvidar que hay un abismo entre saber redactar bien y saber escribir bien, entre la técnica y el arte. Por eso la última novela ha provocado tanto desconcierto.
Rojals sabe escribir diálogos y mimetizarse con los climas emocionales de su entorno. Pero una cosa es ser producto de una sociedad y la otra tener capacidad de transformar el corazón de la gente. No hacéis ningún favor a nadie, ni siquiera a la escritora, hablando de Rojals como si fuera la última coca-cola del desierto. El desinflamiento progresivo de su figura estaba escrito en su primer libro, que era ideal para hacer sentir cultos a las cajeras y a los oficinistas, y justificados a los hombrecitos de la cultura que se creen tan inteligentes que no quieren problemas.