Las urgencias del país, desde la represión del deep state con su lawfare, hasta los desguaces con el abandono en inversiones, que castiga a todos, a todos, los catalanes, no permiten siempre el debate público de las emergencias que vive el mundo, especialmente el mundo occidental, desde hace más de una década. Ciertamente, los problemas de Catalunya son graves y es de enorme dificultad superarlos, pero el mundo sigue girando sin esperar que encontremos nuestro camino como sociedad. Quizás en el nuevo mundo encontraremos buenas soluciones a nuestros intereses vitales como nación.

El universo posterior a la II Guerra Mundial, que aquí, gracias al franquismo, empezó a llegar a trancas y barrancas después de la muerte del rebelde usurpador, es un universo ya caduco. El mundo pos 1945 ha dejado de estar basado en dos partidos de fuerte arraigo, uno más o menos conservador, el otro más o menos progresista, que gracias a la democracia liberal y representativa han construido lo que conocemos hoy, pero que ya no es válido. En el mundo pos 1945 no había ni feminismo, ni minorías, ni medio ambiente, ni países emergentes ni, por tanto, había conciencia de las lacras, pero tampoco de las ventajas actuales.

Por una parte, los partidos tradicionales están desapareciendo como tales. Quedan sus esqueletos, más o menos fosilizados. Han aparecido dos grandes órdenes de cambios. Al sistema caduco, por anquilosado de representatividad política, parece que haya venido a sustituirlo, pero no acaba de cuajar, una multitud de movimientos de cuño social, cultural o económico, lo bastante inorgánicos. Por otra parte, la solución a los grandes retos del mundo, entendido como el de los habitantes del planeta Tierra, ya no puede ser fruto de las decisiones de élites nacionales, más o menos benevolentes, más o menos con las manos goteando sangre a raudales. Cada vez son más ciertos los efectos globales del aleteo de una mariposa en Brasil sobre nuestro quehacer cotidiano.

Francia, la que en el siglo XIX cuando estornudaba, Europa se constipaba, una otra vez nos da señales de un incierto mundo nuevo. Incierto porque lo único que podemos avistar es que será nuevo, pero no cómo podrá ser ni cómo lo podremos configurar. Un mundo que en el futuro próximo lo más seguro es que sea habitado por un caos de vectores multidireccionales, concéntricos y excéntricos, todo a la vez. Un panorama, para los creadores, lleno de retos y de la creencia en un mundo mejor, lleno de posibilidades; un panorama que para los conservadores, es decir, para los que tienen miedo a perder su statu quo, es aterrador. Atención, pues, a los vecinos del norte.

No podemos, como sociedad dinámica que creemos que somos, quedar al margen de los inciertos caminos del nuevo mundo, que solo al transitarlos, permite avanzar. Hace falta desprenderse del ensimismamiento e irse con la osadía de una nueva racionalidad, siempre, no hay que olvidarlo, radicalmente democrática.

Dejando de lado la envidiable inopia de la mayoría de observadores de la política francesa, con el mismo conocimiento del tema que un carbonero de la física cuántica, el proceso electoral galo deja unos datos objetivos inquietantes. Por una parte, a la detención, más importante de lo que parece, del neofascismo en las elecciones presidenciales de mayo, la han seguido, por diseño legal, unas elecciones legislativas en junio, con un 53% de abstención y con un empate técnico entre las dos candidaturas mayoritarias, que a duras penas llegan al 50% de los votos emitidos. Pírrico resultado. La segunda vuelta, el ballotage, lo aclarará todo.

Esta es la ecuación a resolver, más allá del más que previsible resultado que Macron revalide su mayoría en el Palais Bourbon. Por una parte, se ha detenido la reacción más primaria y asquerosa y, por otra, poquísimas fechas después, como si el tema fuera menor, la gente se queda mayoritariamente en casa.

Quizás los políticos, recluidos en su ciudadela, hacen pocas o directamente ninguna excursión al mundo exterior. Quizás la ciudadanía percibe que unas elecciones legislativas están destinadas a dar el resto de poder a un gobierno, o bien a un seguidor del presidente recién revalidado, o bien a un nuevo contrapoder, de forma que ambos poderes cohabitan ante las emergencias; o, quizás, la percepción es de una pelea de egos, disfrazada de batalla ideológica, tan elemental como insustancial a ojos de los votantes. Como si la buena gente viera que les venden un reloj chapado en oro, diciéndoles que es de oro macizo. Quizás sea porque, volviendo al predictor mundo de la política-ficción —o no tanta ficción— televisiva, Borgen se ha hecho grande y ahora Birgitte Nyborg es más bien un reflejo de Philippe Rickwaert, el héroe de Baron Noir.

O será que estamos, sin ser todavía lo bastante conscientes, ante un mundo que no entendemos del todo, sobre el que las recetas conocidas no tienen efecto y sobre el que, a tientas, no exentas de manipulaciones, es decir, populismo, no sabemos exactamente cómo incidir.

Las heridas que sufre Catalunya son grandes. El desconcierto no es para nada menor, sino primordial. Pero no podemos, como sociedad dinámica que creemos que somos, quedar al margen de los inciertos caminos del nuevo mundo, que solo al transitarlos permite avanzar. Hace falta desprenderse del ensimismamiento e ir con la osadía de una nueva racionalidad, siempre, no hay que olvidarlo, radicalmente democrática.