Como ya sabe todo el mundo, el socio hegemónico y CEO del Grupo META (propietaria de la mensajería instantánea Whatsapp y de las RRSS Facebook, Instagram y Threads), Mark Zuckerberg, ha eliminado los sistemas de fact-checking o verificación a posteriori de los contenidos de sus RRSS para —al parecer— ensanchar sustancialmente el ámbito de la libertad de expresión, deshaciendo el sistema que había establecido en el 2016 para impedir las fake news y alineándose inequívocamente con X (antigua Twitter) del oficioso número dos de Donald Trump, Elon Musk, y con el propio presidente de los EUA, al tiempo que trasladaba los servicios de edición de sus RRSS de la hegemónicamente demócrata California a la hegemónicamente republicana Texas. Al mismo tiempo, pedía la intervención de la nueva Administración Trump para salvar a su grupo empresarial de la nueva regulación normativa digital de la Unión Europea (UE).
El problema no es que haya mucha libertad de expresión, sino, precisamente, que hay poca
Coincide esta “rendición” de Zuckerberg con la ofensiva mediática, financiera y digital de Elon Musk a favor de las extremas derechas europeas en los próximos procesos electorales, lo que debería aproximarnos a una idea de la transcendencia de esta grave divergencia entre unas y otras visiones de la libertad de expresión. He ahí la importancia de entender esta libertad y reconocer su perímetro y delimitación.
Vaya por delante de los EUA y la UE (en general no solo los 27, sino los 46 estados miembros del Consejo de Europa, que reconocen la jurisdicción del Tribunal Europeo de Derechos Humanos —TEDH— en la interpretación de la Convención Europea de Derechos Fundamentales y Libertades Públicas de 1949-CEDH), tienen distinta concepción de la libertad de expresión. En los EUA nunca es delito quemar la bandera de las barras y estrellas, pero tampoco es delito quemar una cruz de fuego en el jardín o en el huerto de una persona afroamericana —muchas de ellas, por cierto, prefieren el adjetivo black. La cultura jurídica de los EUA y la jurisprudencia de su Tribunal Supremo sacralizan la libertad de expresión (freedom of speech) al amparo de su First Amendment (primera enmienda en su Constitución) y excluyen la posibilidad de que existan delitos de odio. Solo la apelación inequívoca y potencialmente eficaz a la comisión cierta y más o menos inmediata de un delito violento puede ser objeto de represión penal. Es un concepto negativo, que prohíbe todo acotamiento de esta libertad, propio de un concepto individualista —libertario— de la libertad de expresión.
Por el contrario, la UE promulgó una decisión-marco en el 2008 para que todos sus estados miembros (EM) regulasen los delitos de odio como límites a la libertad de expresión, basándose en una jurisprudencia del TEDH que consideraba que las manifestaciones más graves del discurso de odio o de la discriminación contra personas de esos colectivos vulnerables o históricamente discriminados no podrían basarse nunca en la libertad de expresión y, en consecuencia, podrían—-e incluso deberían ser— penalmente sancionadas. Todos los EM regularon después la tipificación penal de los delitos de odio.
Entonces, en el contexto de la UE y del Consejo de Europa, en el que impera la jurisprudencia del TEDH, rige un concepto comunitarista de la libertad de expresión, diferente del concepto de los EUA. He ahí el artículo 20 de la Constitución del Estado español (1978), que reconoce el derecho a recibir y transmitir libremente información veraz, limitando este derecho en el derecho de todos a su honor e imagen y en los demás derechos reconocidos en la Constitución, entre ellos el capital derecho a no ser discriminadas las personas susceptibles de serlo, como miembros de colectivos vulnerables e históricamente discriminados.
El propio artículo 20 de la Constitución distingue entre el derecho de comunicar y recibir información veraz respecto del derecho a la libre difusión de pensamientos, ideas y opiniones, para el que no se fija ese límite de la veracidad. Es decir, frente a la libérrima expresión y difusión de opiniones e ideas, la libre expresión y difusión de las informaciones requiere del requisito de su veracidad. Por ello se regularon la protección civil y penal del derecho constitucional al honor personal y a la privacidad o los términos casi absolutos del derecho de rectificación respecto de las informaciones que nos afecten.
En el ámbito público la jurisprudencia norteamericana desconoce estas diferencias europeas, pero en el ámbito privado (intracorporativo, por ejemplo: universidades, empresas, fundaciones y asociaciones), quizás como reacción a la falta de control judicial sobre la veracidad de la información, se desarrolla un amplio control de las opiniones e informaciones difundidas en ese ámbito privado, que puede llegar hasta la llamada “cancelación” sin que la persona perjudicada pueda, en general, obtener una reparación judicial, porque el libertarismo individualista de la first amendment protege también el derecho de regulación interna de estas entidades corporativas.
Por ello existen diferencias entre la libre expresión de opiniones y la libre expresión de informaciones y existen las diferencias de trato normativo y, sobre todo, jurisprudencial entre el sistema jurídico de los EUA y el europeo.
Definir la veracidad de las informaciones
Como ya hemos dicho antes, en nuestros sistemas jurídicos europeos no es similar la protección de la libertad de opinión respecto de la libertad de difusión de la información. La difusión de bulos o mentiras (fake news) tiene sus límites en los sistemas jurídicos europeos en el derecho al honor personal y en la sanción a los graves discursos de odio, ya referida.
En este contexto la Unión Europea y otros sistemas democráticos impulsaron la creación de entes y empresas de verificación de los contenidos (fact-checking) de las informaciones mediáticas o de las RRSS, los llamados fact-checkers. Pero, ¿funcionan como corresponde? En estas páginas de ElNacional.cat la periodista Beatriz Talegón se ha pronunciado rotundamente en contra por el sesgo ideológico, para ella evidente, de muchos de estos factcheckers. Tampoco funciona dicho control para la activista social italiana Simona Levi, según ha escrito recientemente en VilaWeb, por tratarse de controles a posteriori que solo alcanzan los contenidos informativos y no la verificación del origen y financiación de la información.
El debate debería ampliarse también al propio funcionamiento de los motores de búsqueda y a los algoritmos que potencian sesgos determinados. Téngase en cuenta el muy reciente anuncio de Mark Zuckerberg de que habría mucha más política en las RRSS de META (Facebook, Instagram y Threads).
En cualquier caso, ningún verificador o fact-checker impidió la difusión de grandísimas falsedades en perjuicio de políticos independentistas catalanes en la llamada Operación Catalunya. Las mentiras respecto de la existencia de cuentas en Suiza del president Artur Mas y del entonces alcalde de Barcelona, Xavier Trias, fueron determinantes para que el primero no obtuviese la mayoría absoluta que le prometían las encuestas en las elecciones catalanas de 2012 y el segundo perdiese por muy poca diferencia frente a la después alcaldesa Ada Colau en las locales de 2015. Y qué decir de la influencia de la difusión por la Sexta y por su director de informativos, Antonio García Ferreras (pareja de la propietaria de la fact-checker Newtral, Ana Pastor), antes de las estatales de 2016 del bulo de la existencia de cuentas en paraísos fiscales de Pablo Iglesias.
No hay duda de que el sesgo ideológico de determinados verificadores no va a resolver el problema en Europa de la libertad de expresión (singularmente una libertad que debe funcionar no solo contra el poder, sino contra los poderosos). Pero, ante el torrente de informaciones sociopolíticas extremistas de las RRSS propiedad de Musk o Zuckerberg, tampoco vendrá la solución, desde luego, de mecanismos de censura como los aplicados al canal de televisión Russia Today por la Comisión Europea al comienzo de la guerra de Ucrania, hace ahora casi tres años. Las únicas soluciones posibles deberían venir desde una estrategia común de la Unión Europea, basada en la autorregulación y en el control judicial, en el marco del vigente Reglamento europeo de Servicios Digitales (DSA) que tanto odian Musk y Zuckerberg.
Ampliar la libertad de expresión
Por otra parte, conocimos hace días la propuesta del presidente del Gobierno del Estado, Pedro Sánchez, en el Foro de Davos, respecto de la supresión del anonimato de las personas que intervengan en las RRSS, precisamente ante la supresión de los controles de verificación (fact-checking) anunciados por Zuckerberg respecto de las RRSS de la corporación META (Facebook, Instagram y Threads), como ya los había suprimido Musk en X (antigua twitter) cuando compró su empresa editora. Según Sánchez (que no hizo sino actualizar viejas propuestas del Gobierno Rajoy), la supresión del anonimato en las RRSS es determinante para penar el ciberacoso, las calumnias, las injurias y los discursos de odio en las RRSS; es decir, para delimitar los límites de la libertad de expresión reconocidos en el artículo 20 de la Constitución y en la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Parece, esta, una propuesta que conecta con un problema real de la difusión de opiniones e informaciones en las RRSS, como es el problema de identificación de la persona o personas que se encuentran detrás de ese nickname o apodo que emite opiniones que sobrepasan los límites de la libertad de expresión, ya sea por vulnerar los derechos fundamentales de otras personas a su honor o privacidad, bien por divulgar graves discursos de odio respecto de personas de colectivos vulnerables o históricamente discriminados y, por tanto, que corren el riesgo objetivo de despersonalización. Pero son muchos los inconvenientes de suprimir el anonimato, que está posibilitando en muchos casos la difusión de ideas, opiniones e informaciones a personas que, por sus circunstancias personales (empleo, género, pertenencia a determinada minoría…), temen el resultado de esta difusión. En realidad el anonimato en las RRSS atiende a los intereses de la libertad de expresión de las personas menos empoderadas, de las personas más vulnerables. Pensemos en una persona de Kenia, donde la homosexualidad es delito, confesando su opción sexual, o a un ciudadano iraní o saudí comunicando que abandona su religión musulmana.
La libertad de expresión es incompatible con cualquier clase de censura previa y de intervención administrativa. La sanción del ciberacoso, de las injurias, calumnias y discursos graves de odio solo puede ser competencia del Poder Judicial, el único que puede juzgar crímenes en una democracia. El Ministerio Fiscal y la Policía Judicial necesitan, bajo control judicial, investigar la verdadera identidad del usuario acusado de un delito de expresión en las RRSS, para el que existen varias herramientas, sin perjuicio de la obligación de colaborar de las empresas titulares de las RRSS con la Administración de Justicia, bajo imputaciones de graves delitos si omiten hacerlo.
En este contexto mejor le sería al PSOE (ojo, también el PP ha expresado su idea de suprimir el anonimato en las RRSS) proponer a la mayoría de la investidura (178/350 diputados) medidas precisas y eficaces para ampliar la libertad de expresión, y evitar procesos judiciales que pueden acabar (sobre todo en los órganos judiciales más propicios al lawfare) en la condena penal de personas por opiniones o discursos que deberían ser considerados interiores siempre, de conformidad con la jurisprudencia del TEDH y del propio Tribunal Supremo de los EUA, al perímetro de la libertad de expresión. Por ello es necesaria la urgente despenalización de los delitos de expresión (injurias a la Corona, ultrajes a las banderas, contra los sentimientos religiosos y de alabanza al terrorismo), y trasladar la protección penal de las víctimas del terrorismo a la regulación de los delitos de odio. Esta reforma del Código Penal deberá también dejar muy claro que solo son punibles los discursos de odio graves y delimitar muy bien los colectivos protegidos, que deben ceñirse a los históricamente discriminados o actualmente vulnerables. Y debería ser acompañada de la supresión de las infracciones administrativas de la “ley mordaza” a las libertades de expresión, reunión y manifestación.
El problema no es que haya mucha libertad de expresión, sino, precisamente, que hay poca. El problema siempre serán sus restricciones, singularmente cuando hablamos de las personas más vulnerables y menos empoderadas.