La construcción y consolidación de cualquier unión siempre es un proceso que requiere, entre otras muchas cosas, de un diálogo y negociación permanente para poder encontrar el marco común en el cual todas las partes involucradas se sientan cómodas. Ese diálogo y negociación deberán hacerse a partir de unos ideales u objetivos comunes a partir de los cuales los involucrados consideren que sus expectativas se ven satisfechas.
La construcción de una Unión Europea no tiene ni puede ser de otra forma, de hecho, no debería serlo y, seguramente, parte esencial de ese diálogo/negociación propia de la construcción de lo común pasa, igualmente y en este concreto caso, por la necesidad de establecer unos parámetros básicos, es decir, unos requisitos mínimos, comunes, que han de venir cualificados, además, como democráticos.
Dicho de otra forma, teniendo presente que la Unión Europea se fundamenta, básicamente, en dos cuerpos normativos como son el Tratado de la Unión Europea (TUE) y el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE), será a dichas normas a las que deberemos acudir para tener claro cuál es el común denominador que mueve a los estados miembros a federarse o confederarse.
Pues bien, las principales claves vienen dadas en los artículos 2 y 3 del TUE.
El artículo 2 establece: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres”.
Por su parte, el artículo 3, después de recordarnos cuáles son sus finalidades (“promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos”) preceptúa: “La Unión ofrecerá a sus ciudadanos un espacio de libertad, seguridad y justicia sin fronteras interiores, en el que esté garantizada la libre circulación de personas conjuntamente con medidas adecuadas en materia de control de las fronteras exteriores, asilo, inmigración y de prevención y lucha contra la delincuencia”.
El TJUE ha asumido, en su función interpretadora de los tratados y las normas de la Unión, el compromiso democratizador que también correspondería a los políticos europeos, pero del que huyen en muchas, tal vez demasiadas, ocasiones
Con este marco, parecería evidente que los políticos europeos, en sus funciones ejecutivas y legislativas, deberían orientar todo su trabajo a consolidar los fundamentos de la Unión, artículo 2, para cumplir con el compromiso, con los ciudadanos, de ofrecernos un marco democrático de convivencia.
En definitiva, se busca una Unión de democracias y, para ello, nada más necesario, útil y obligado que establecer unos mínimos a partir de los cuales se considera que se está en presencia de eso: una serie de democracias que buscan una unión en la que ofrecernos a todos los ciudadanos una vida mejor.
Desde hace muchos años vengo sosteniendo que los únicos que han asumido esa obligación de homologación o establecimiento de unos estándares democráticos mínimos son las instituciones judiciales de la Unión Europea, principalmente, el Tribunal de Justicia de la Unión (TJUE) y que usa el más poderoso de los instrumentos de los que dispone, sus sentencias, para intentar conseguirlo.
Más claro: el TJUE ha asumido, en su función interpretadora de los tratados y las normas de la Unión, el compromiso democratizador que también correspondería a los políticos europeos, pero del que huyen en muchas, tal vez demasiadas, ocasiones.
Las sentencias del TJUE, en esa función, han ido generando un cuerpo interpretativo donde a poco que se estudie, se encontrarán las claves de lo que el Tribunal considera como mínimos democráticos y, por tanto, no creo equivocarme si digo que el TJUE actúa como agente democratizador de la Unión Europea, por vía de homologación de criterios interpretativos de sus tratados y demás normas, que no son pocas.
También lo hace en relación con las legislaciones nacionales, al tener entre sus funciones la de comprobar la conformidad del derecho nacional, de cada estado miembro, con el de la propia Unión Europea.
En contraposición a esta inestimable función homogeneizadora, por ende, integradora, nos encontramos con una clase política que no solo no está a la altura de las circunstancias, sino que, además, en muchos casos se olvida de cuáles son los fundamentos de la Unión y cuáles sus finalidades y compromisos con los ciudadanos.
Un buen ejemplo de lo que estoy diciendo lo tenemos en el tratamiento político que se da a problemas tan serios como el trato que la minoría nacional catalana recibe por parte de amplios sectores del estado español, donde el silencio cómplice, algunas veces más que silencio, directamente complicidad, ha sido la tónica mientras las instituciones judiciales son las que han tenido que salir a defender esos derechos.
En materia de derechos humanos, la equidistancia es complicidad
El reciente informe del Comité PEGA del Parlamento Europeo, sobre el espionaje mediante Pegasus y otros sistemas análogos, es otro buen ejemplo de cómo los políticos no están a la altura de las circunstancias o cómo aplican criterios político-partidistas a problemas que afectan a la esencia misma de la propia Unión Europea.
En esa línea, no deja de sorprenderme que teniendo como tenían todos los elementos para establecer los hechos de forma clara, rotunda y seria hayan preferido templar la situación buscando la aprobación de un informe equidistante como si tal concepto fuese compatible con la defensa de los derechos fundamentales. En materia de derechos humanos, la equidistancia es complicidad.
Algunas, tal vez demasiadas, de las afirmaciones contenidas en las conclusiones del Comité PEGA del Parlamento Europeo son tremendamente condescendientes con España y con lo que ha estado sucediendo desde hace demasiado tiempo, pero, además, entran en esa inaceptable equidistancia que, como digo, en materia de derechos fundamentales, equivale a complicidad.
El Comité ha perdido una ocasión histórica para coger el relevo del TJUE en materia de establecimiento de unos estándares democráticos mínimos que resulten de obligado cumplimiento para todos los estados miembros en materia de secreto de las comunicaciones y derecho a la privacidad; han perdido la ocasión de ser los políticos quienes ayuden a homogeneizar a los países para que todos los ciudadanos tengamos, como mínimo, la percepción de que realmente se cumple con los objetivos previstos en el Tratado de la Unión Europea y que la “oferta” contenida en dicho tratado es algo más que publicidad engañosa.
Todo lo que tenían que hacer, y no han hecho, era asumir la jurisprudencia del TJUE y a partir de lo establecido en su sentencia de 31 de enero de 2023, prejudiciales de Llarena, incluir, de forma clara y sin complejos, como causa probable del espionaje la pertenencia de los afectados a un “grupo objetivamente identificable” de personas.
Ningún informe que se precie habría guardado silencio sobre algo tan evidente, algo que incluso se desprende del propio contenido de las conclusiones del Comité PEGA del Parlamento Europeo y, sin duda, no habría costado nada ser un poco más valientes, un poco menos políticos y un poco más estadistas, que, mirando al futuro de la Unión, no deberían haberse dejado arrastrar a un marco mental y discursivo más propio de los victimarios que de las víctimas. Insisto: en materia de derechos humanos, la equidistancia es complicidad.