Común es un adjetivo que significa aquello que es compartido por dos o más a la vez o aquello que es habitual entre la gran mayoría. El comú también es un sustantivo catalán que, entre otras acepciones, tiene la de ser sinónimo de ayuntamiento y de los órganos o de la persona que lo gobierna. Y los comunes son el nombre común con el que se conocen los integrantes de una fuerza política que ahora responde al nombre propio de Comuns después de haberse llamado de no se sabe cuántas maneras diferentes. ¿Pero qué son en realidad los Comuns y los comunes?

Los Comuns y los comunes son los descendientes de aquel Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), fundado en 1936, que fue el partido por excelencia de la clandestinidad durante el franquismo y que una vez recuperada formalmente la democracia en España fue víctima de las peleas y las batallas tan típicas de los partidos comunistas que acabaron en múltiples escisiones y que, unido al hundimiento del bloque soviético, lo llevaron a un callejón sin salida. La creación de Iniciativa per Catalunya (IC), en 1987, de la que también formaron parte la Entesa dels Nacionalistes d’Esquerra (ENE) y el Partit dels Comunistes de Catalunya (PCC), fue una huida adelante para adaptarse a los nuevos tiempos y no perder un espacio que, a pesar de todo, cada vez se iba desdibujando más. Tras coaligarse en 1995 con Els Verds y convertirse en Iniciativa per Catalunya-Verds (ICV), el movimiento de los indignados del 15-M de 2011 provocó la enésima crisis interna que obligó a abrir un proceso de confluencia con nuevas fuerzas y grupúsculos de la izquierda alternativa, del que a partir de 2015 salen Barcelona en Comú, Catalunya en Comú y En Comú Podem, que concurren a las elecciones primero como Catalunya Sí que es Pot y más adelante como Catalunya en Comú Podem y En Comú Podem. Pero por si no había suficiente lío, y tras partir peras con Podem —la rama catalana de Podemos—, en 2024 se unen al proyecto español de Sumar y ahora, finalmente, se hacen llamar Comuns a secas.

Aunque la línea sucesoria sea esta, cuesta encontrar similitudes entre el histórico PSUC y los comunes actuales, si no es el dogmatismo con el que unos y otros pretendían y pretenden imponer sus principios y rechazaban y rechazan los de los rivales. Hay, sin embargo, una diferencia fundamental: los comunistas tenían las ideas —erróneas o no— claras, a los comunes les cuesta definirse porque viven permanentemente en la equidistancia. El concepto de equidistancia se introduce sobre todo durante la época final de ICV, como si de un punto intermedio entre posiciones extremas se tratara. Pero esto no ha sido nunca así, porque a la hora de la verdad siempre se han acabado decantando hacia un lado y siempre hacia el mismo. Es por ello que los comunes son unos equidistantes con los que, cuando llega el momento de la verdad, nunca se puede contar —como pasaba con la Unió Democràtica de Catalunya (UDC) que dirigía Josep Antoni Duran Lleida—, porque siempre se decantan hacia el otro lado, y además lo hacen haciendo gala de una prepotencia que los delata.

Desde un elitismo y una pretendida superioridad moral que recarga, son capaces de defender todas las causas del mundo, incluso la más recóndita, menos la propia, que es la causa catalana

Cuando han tenido que elegir entre una opción de obediencia catalana y una española lo han hecho siempre en la misma dirección, de Joan Herrera a Joan Coscubiela, con motivo de los debates sobre la independencia de Catalunya del 9-N y del 1-O. Y para no ir tan lejos, Ada Colau, en la última elección del nuevo alcalde de Barcelona tras los comicios municipales de mayo de 2023 y para evitar que el alcalde volviera a ser Xavier Trias, repitió con el PP el mismo juego de manos que cuatro años antes, en 2019, había protagonizado con el lerrouxista Manuel Valls para impedir que lo fuera Ernest Maragall. Bien sea para conservar sueldos, bien sea para mantener cargos, bien sea por lo que más convenga, el caso es que los hechos demuestran que los comuns no son de fiar. Y no lo son porque, desde un elitismo y una pretendida superioridad moral que recarga, son capaces de defender todas las causas del mundo —la primera de todas la palestina, por descontado—, incluso la más recóndita, menos la propia, que es la causa catalana, y de preocuparse por la libertad del planeta entero, menos por la de Catalunya.

¡Si el pobre PSUC levantara la cabeza! Precisamente no hace mucho, el 13 de febrero, se cumplieron dieciséis años de la muerte de un insigne representante del partido, Antoni Farrés (Sabadell 1945-2009), que dejó la militancia en la época de ICV y cuya integridad, siendo alcalde de la capital del Vallès Occidental durante veinte años, de 1979 a 1999, estuvo siempre fuera de toda duda. A pesar de haber militado en el PSUC y en CC. OO. desde muy joven, en el fondo era un espíritu libre y nunca se quiso someter a la maquinaria del partido si lo que esta pretendía iba en detrimento de su ciudad, y cuando vio que no había nada que hacer sencillamente se fue y dejó que se espabilara como pudiera, si es que podía. El caso es que desde 1980 el espacio que ahora ocupan los comunes que se llaman Comuns no ha hecho más que decrecer, en cada lavado ha perdido una sábana, y más que perderá una vez instalado en esta ortodoxia wokista que cada día lo aleja más de la realidad y en virtud de la cual se ha puesto de moda tildar de extrema derecha a todo el que le cuestiona los principios.

Basta con ver las cabriolas que hacen algunos de sus miembros ante la catalanofobia agitada no solo por Podemos, también por algunos de los socios de Sumar, en un intento de frenar la delegación de las competencias en inmigración a Catalunya acordada entre JxCat y el PSOE. O con ver la reacción que tuvieron ante la fallida moción de censura para echar a la presidenta de Aliança Catalana, Sílvia Orriols, de la alcaldía de Ripoll, apresurándose a repartir frívolamente carnets de buen y de mal demócrata a diestra y siniestra y a calificar de fascista, racista, xenófobo y otros epítetos por el estilo a todo aquel que había decidido no comulgar con sus ruedas de molino. Talmente como en el tiempo de los ancestros en que la doctrina oficial del soviet supremo de la Unión Soviética era de obligado cumplimiento por todos los partidos comunistas del planeta, y si convenía era impuesta a sangre y fuego, y la más mínima disidencia era perseguida y aplastada. Una manera de hacer que a algunos ridículos aprendices de Stalin se les ha pegado.

En un momento determinado de la historia, en todo caso, el comunismo catalán pasó por representar a la parte más selecta de la izquierda, los integrantes de aquella gauche divine que estaba por encima del bien y del mal, pero nunca abandonó el componente catalanista y de defensa de la nación catalana que, más allá del eje izquierda-derecha o de la diatriba de la lucha de clases propios de este tipo de partidos, siempre lo había caracterizado. Sus herederos, sin embargo, se han desentendido de este legado y han vivido del cuento mientras han podido, hasta que se les ha visto el plumero que los ha convertido en meros vividores de la política —no todos, porque siempre hay excepciones— y en una fuerza cada vez más marginal y en algunos lugares incluso residual. De hecho, empiezan a existir encuestas que los dejan, por primera vez, fuera del Parlament. Lo que es seguro es que hoy los comunes no representan a ninguna parte selecta de la sociedad, aunque algunos parece que todavía no se han dado cuenta.