Antes, cuando cumplías dieciocho años, dejabas de jugar con las muñecas definitivamente; ahora te regalan unas tetas nuevas. Los tiempos cambian; al menos para las chicas, porque, que yo sepa, nunca ha habido ningún chico que se haya puesto unos testículos nuevos cuando ha cumplido los dieciocho. A las mujeres —con la bandera de la liberación femenina en una mano y con la excusa de una autoestima de hierro en la otra— nos ha dado por reconstruirnos (a nuestro gusto, por supuesto, nunca ninguna mujer lo ha hecho para gustar a los demás). ¿Sabéis qué pasa?, la vida ya es suficientemente dura como para que encima te tengas que ver imperfecta en el espejo cada día. Si yo sé que con una talla 200 de pecho, una piel tersa y unos labios del tamaño de dos chistorras seré más feliz, ¿por qué me tengo que reprimir? Supongo que ahora vendrá la típica persona (que no es perfecta) a decirme que la perfección es subjetiva, bla, bla, bla... No tenéis que escuchar este tipo de gente, no saben lo que se dicen; la perfección existe y es esta: unos pechos grandes, unos labios gruesos (que tienen que ser del mismo color de los otros labios), una piel bronceada y sin ninguna arruga, un culo grande, una complexión atlética pero con curvas, unos ojos almendrados de color verde, una melena brillante y lisa, una nariz respingona y pequeñita, unos pies que no pasen de la talla 37 y una estatura que no supere los 165 cm y no esté por debajo de los 155.

A las mujeres, con la bandera de la liberación femenina en una mano y con la excusa de una autoestima de hierro en la otra, nos ha dado por reconstruirnos

Como veis, poca gente nace con estas características (es normal, no os preocupéis); así pues, la única alternativa que nos queda es pasar por el mecánico para que cambie alguna pieza. Y lo antes posible. Es desagradable ver gente imperfecta por la calle que no ha tenido la decencia de operarse; lo encuentro muy egoísta por su parte. Tú cuando sales a la calle lo que quieres es relajarte, y no cruzarte con una persona que tiene los pechos pequeños o los labios delgados. Las operaciones estéticas deberían entrar por la Seguridad Social; estoy segura de que erradicaríamos las depresiones y que viviríamos mucho más felices. Ahora en serio, ¿por qué tengo que ser imperfecta si con unos miserables sesenta mil euros puedo ser perfecta? Además, dicen que la gente que tiene una talla 200 de pecho, una cintura de abeja y un trasero del tamaño de dos sandías tiene más posibilidades de encontrar trabajo y que por lo tanto es más feliz y vive más años. Lo leí en una revista científica que se llama Lecturas. Por cierto, para las que todavía sois imperfectas, este mes de agosto hay una oferta increíble en la clínica donde me operan cada quince días: si te operas el culo, te regalan un pecho nuevo (el otro va a cargo tuyo) y un alisado de pestañas (a mí las pestañas me han ido muy bien para ahorrar: me las han dejado tan largas que este verano no he tenido que encender el aire acondicionado).

¿Sabéis qué es lo que más me gusta de operarme?, que cuando salgo a la calle tengo la sensación de que todas las chicas y mujeres con las que me cruzo son de mi familia. Somos todas idénticas. En el siglo pasado les dio por tener cada uno su personalidad y estas tonterías (les faltaba un tornillo). ¿Tú sabes lo difícil que es recordar tantas caras y cuerpos diferentes? Por suerte, las cosas han cambiado y ahora somos todas iguales y no hay ninguna que destaque más que las demás. Esto sí que es ser empático y solidario. No como antes, que había las típicas chicas guapas que lo conseguían todo y las feas tenían que soportar el peso de la fealdad toda la vida. Por fin, hemos logrado una democracia estética; tendríamos que estar muy orgullosas. Ahora solo falta —pero esto ya es una utopía— que nos llamemos todas iguales para no tener que recordar tantos nombres y que los hombres empiecen los dieciocho con una talla 200 de testículos para no desentonar con nuestra perfección. Todo llegará.