Con el Brexit perdemos una gran democracia liberal y cumplidora de acuerdos. No obstante, en Bruselas ya han pasado el duelo y miran hacia delante. Tres largos años de psicodrama en Londres han convertido a muchos altos cargos comunitarios en brexiters.
La Comisión Europea demuestra autoconfianza con una oferta generosa: un acuerdo comercial sin aranceles, sin cuotas y sin dumping. Un trato especial a un socio imprescindible. Bruselas mantiene la esperanza del reingreso del Reino Unido a medio o largo plazo. Dará apoyo a la mitad ―o más― de británicos que también lo desean y ya trabajan en ello.
El voto remain se parece al voto proindependencia en Catalunya. Se aproxima al 50%, concentrándose en las capas más dinámicas de la sociedad: los mejor formados, los jóvenes, las zonas prósperas, amplias clases medias y medias-altas. Como el Brexit, el unionismo atrae a los más ricos, porque se benefician de él, y a los más pobres, porque no son conscientes de cómo los perjudica.
Boris Johnson se llevó de calle las elecciones de diciembre porque ciudadanos y empresas estaban hartos de incertidumbres. Johnson les propuso un lema muy atractivo, pero falso: "Get Brexit done" ("Acaba el Brexit").
El Brexit no ha acabado el 31 de enero. ¡Ni siquiera ha empezado! El comercio fluye, se aplica la legislación comunitaria y los europeos se mueven libremente. El verdadero Brexit llegará al final del periodo de transición, el 31 de diciembre de este año o como máximo del 2022, si se concede una extensión por unanimidad.
Los últimos tratados de la Unión Europea han tardado unos 6 o 7 años por término medio. Con Mercosur llevamos más de 20 años negociando. Resulta muy optimista confiar en concluir un acuerdo con el Reino Unido en meses o incluso un par de años.
La salida del Reino Unido comportará un menor crecimiento económico y reducción de intercambios. Le puede salir muy cara a Inglaterra, porque dispara la probabilidad de la independencia de Escocia y de reunificación irlandesa
Una vez consumado el Brexit, los británicos no sólo perderán la pertenencia al mercado único, sino que serán excluidos de una cuarentena de acuerdos comerciales europeos, incluyendo países para ellos prioritarios como Canadá y Japón. Se quedarán a la intemperie.
Tendrán que cerrar pactos propios rápidamente para mantener el acceso a mercados claves, a la vez que lidian con la UE. Sólo podrán ofrecer un mercado de 60 millones de consumidores y no 450. Sin haber negociado ningún acuerdo comercial en casi 50 años, porque cedieron esta competencia en 1973. Expertos británicos sí que lo han hecho, pero como funcionarios europeos. Su opinión pública no es consciente del alcance de estos retos.
Londres persigue un acuerdo comercial urgente con Tokio, que le pide que levante las restricciones a importaciones de productos de Fukushima que impuso Europa. Cuando el Partido Conservador esgrimía el eslogan "Take back control" ("Recupera el control"), se imaginaba otra cosa.
No habrá rebajas por parte de la UE. Las cuatro libertades en la base de la integración continental (libre circulación de bienes, personas, servicios y capital) que han aceptado países como Suiza y Noruega, sobrepasan lo que el Reino Unido está dispuesto a asumir de momento. Por lo tanto, habrá un Brexit duro. El comercio quedará sometido a controles aduaneros en el mejor de los casos: acuerdo comercial sin aranceles ni cuotas ni dumping. Si no hay trato, las Islas Británicas pasarán a ser un país tercero con el que se aplicarán las reglas mínimas de la Organización Mundial del Comercio. Como si fuera Papúa Nueva Guinea. La primordial diferencia es que la UE supone el 45% de las exportaciones británicas y el 53% de sus importaciones.
Un reproche al Brexit es que es un proyecto antiguo. Como la táctica inglesa de predisponer a unos países europeos contra los otros, que podría tener sentido en siglos pasados. Después de la II Guerra Mundial, los grandes países europeos se dieron cuenta de que eran demasiado pequeños para seguir siendo relevantes, y decidieron unirse. El Reino Unido rechazó el proyecto porque era supranacional. Cuando quiso corregir este error histórico, Francia lo vetó y tuvo que esperar hasta los años setenta. Pienso que comete otro error. Vuelve al pasado, mientras que nuestras economías integradas viven una revolución digital, y el peso global de Europa es todavía menor.
La salida del Reino Unido comportará un menor crecimiento económico y reducción de intercambios. Le puede salir muy cara a Inglaterra, porque dispara la probabilidad de la independencia de Escocia y de reunificación irlandesa. Ha producido un efecto vacuna entre los Estados Miembros.
El Brexit significa la mayor crisis interna de la Unión Europea. Presenta una buena ocasión para reflexionar sobre su razón de ser y sus objetivos. En la base del proyecto europeo figuran la democracia y los derechos humanos. Si quiere permanecer fiel a estos principios fundadores, tendrá que defender los derechos fundamentales también de ciudadanos catalanes. Ha mirado hacia otro lado, confiando en que la crisis del estado de derecho en España desaparecería sola. Pero continúa. El Tribunal de Luxemburgo ha marcado un punto de inflexión el 19 de diciembre del 2019, al dictaminar que un eurodiputado catalán, con inmunidad, tenía que salir de la prisión, y que varios europarlamentarios catalanes más tenían que ser reconocidos como tales.
Esta tendencia se afianzará. Por mucho que a la UE le disguste el independentismo. Se juega su alma.