Las acusaciones de abusos sexuales y la cola que traen pueden ser una materia embrollada. Es como si, de repente, todos los temas que tensan el feminismo pudieran destensarse en un único caso con un único nombre propio. No es así y no podrá serlo nunca porque en cada caso hay muchos ángulos, pero hay varios núcleos conflictivos que vale la pena desembrollar si se quieren entender exactamente las coordenadas de dónde está cada uno. Habiendo leído la carta del portavoz de Sumar en el Congreso, no se sabe si lo deja a raíz de las acusaciones de maltratos y acoso sexual o lo deja por alguna otra cosa, y precisamente por eso, no desembrollar ciertos eufemismos y ciertos marcos teóricos puede ser contraproducente.

En primer lugar, el recurso de la "salud mental" utilizado como escudo es la victimización del acusado reformulada con léxico que la sociedad de hoy pueda absorber. Siempre tiene un punto de deshonesto, porque poner en cuestión el estado psicológico de alguien —de quien sea— pone a quien duda de ello bajo la sombra de la crueldad. No se puede desmontar sin pruebas, pero pueden tenerse sospechas en el momento en qué trascienden problemas psicológicos inmediatamente después de que trasciendan acusaciones por acoso sexual. Antes se excusaban detrás de una borrachera y ahora toca reformularlo para que encaje en la retórica de las curas. El resultado, no obstante, sigue siendo la mezquindad de protegerte mientras haces ver que te disculpas.

En segundo lugar, el patriarcado no es un monstruo que doblega voluntades y corrompe almas. Se puede pensar que existe una estructura social que traba la opresión de la mujer en todos los ámbitos y momentos posibles, sin hacerlo pasar por un sistema que decapita discernimientos. Si lo hacemos, si todo es excusable en el sistema patriarcal, ciertas actitudes no son condenables porque tampoco han sido escogidas libremente. En este contexto, alguien como presuntamente es Íñigo Errejón se convertiría en una víctima más del sistema y pasaría a estar en el mismo bando que sus presuntas víctimas. Que exista un constructo que favorezca determinados comportamientos no significa que exista un constructo que obligue a determinados comportamientos. Con esto claro, los hombres también tienen una salida.

Algunos no hemos podido evitar sentir cierta estupefacción ante la sorpresa de quienes creían, en el fondo, que esto no podía ocurrir en sus filas

En tercer lugar —y este es el más controvertido— cuando un alud de denuncias cae sobre alguien, conviene distinguir delito de moral en la medida de lo posible, porque la ley también está hecha a partir de consensos morales. Distinguirlo significa hacer el esfuerzo necesario para entender que no todo lo que puede parecer inmoral es delito, pero la aceptación de la inmoralidad —y de su subjetividad— no debe servir para negar el hecho delictivo. Me explico: este embrollo tiene sus raíces en los debates sobre los límites del consentimiento y el sentido de punitivizar ciertos comportamientos y, por lo tanto, de condenar determinadas conductas sexuales. Es cierto que no existe un "sexo feminista" en la forma de establecer una relación sexual, pero cualquier forma de establecer una relación sexual debe empezar en el consentimiento. Da la sensación de que una parte del feminismo, para no pillarse en esquemas extremadamente puritanos sobre cómo expresarse sexualmente, ha acabado cayendo en discursos que, a la hora de la verdad, sirven para proteger al acusado y poner en duda la versión de la víctima o, como mínimo, para desincentivarla a denunciar para no ser tachada de monja —con todo el respeto que merece su opción—, para que no parezca que punitivizan conductas sexuales cuando en realidad el único problema es que "no les ha gustado lo suficiente" lo que el hombre les ha hecho hacer. Una vez más, es posible que cuando se abre el eslabón de las acusaciones, se vierta sobre el acusado de todo y en cantidad, y que la inercia pueda acabar haciendo pasar, incluso, una mala forma de ligar por un crimen. Y eso no significa que ciertas conductas sean igualmente despreciables. Pero si de entre el alud hay denuncias que podrían encajar en un hecho delictivo, más allá de la conversación morbosa en torno a la babosidad del acusado, extender según qué discursos sobre las víctimas como una malla acabará siendo contraproducente. Por muy emancipadores que quieran ser ciertos marcos y ciertos debates, quizás a la hora de la verdad hay que escrutar a quién acaban protegiendo.

En cuarto lugar, los sujetos de este tipo de acusaciones no tienen perfil, pero de algún modo parece que hay sectores que todavía tienen que convencerse de esto. Algunos no hemos podido evitar sentir cierta estupefacción ante la sorpresa de quienes creían, en el fondo, que esto no podía ocurrir en sus filas. Es cierto que ante una situación dolorosa —por decepción personal, por contacto con el acusado— el instinto del sufrimiento es buscar una excusa para salir adelante, pero lo que ha ocurrido con Errejón ocurre en todas partes con todo tipo de hombres. Igual que no existe un perfil de —presunto— agresor, tampoco existe un perfil de hombre "como es debido", aunque todavía no he podido aclarar si esto es una desgracia o una gran suerte. De todos modos, no hay que caer en la ingenuidad de pensar que todo esto sale ahora y aquí por arte de magia. Evidentemente —como en todo— debe de haber intencionalidades políticas. Pero las intencionalidades políticas no pueden negar los hechos, en caso de que se denuncien —y se prueben—.