Desde el exilio de Íñigo Errejón, forzado por el rumor de agresiones sexuales, España hace días que se ejercita en uno de sus deportes predilectos; la lapidación pública inmisericorde. El antiguo colíder de Sumar se había colocado la mar de bien, porque los individuos que reparten misa bajo la norma evangélica de asaltar los cielos tendrían que esperar toneladas de reprimenda ética cuando lo único que acaban de asaltar son las nalgas de una señora. Los amigos de Yolanda Díaz también han ayudado bastante, pues responder a la mancha moral de una de sus primeras espadas enunciando que promoverán cursillos de prevención sobre violencia sexual (obligatorios para todos los hombres de su formación) es una respuesta digna de la Santa Madre. El ensañamiento durará unas semanas, ya que nuestra sociedad enferma se ceba con ganas cuando puede encontrar un chivo expiatorio de sus contradicciones y de sus propios hábitos.
Íñigo Errejón forma parte de una generación política (la mía, aclaro de entrada) especialmente indisociable de su relación con la corporalidad y el sexo. El líder ahora repudiado de Sumar es el paradigma perfecto de aquella quinta que se había definido como "la más preparada de la historia" y de una formación podemita que pasó del despotismo ilustrado comunistoide de las aulas madrileñas a la primera línea de flotación del poder español en un tiempo récord. El aterrizaje cínico de aquel "asaltar los cielos" a hacer de muleta de Pedro Sánchez (es decir, de entrar plenamente en el mundo de la casta) también ha ocurrido a una hipervelocidad desmesurada; resulta muy lógico, por tanto, que Errejón intentara salvar su cinismo a base de meterse cocaína e intentar utilizar el automóvil oficial para fornicar con cuantas más mujeres mejor. Esta no solo es una historia de poder; es sobre todo un cuento de frustración.
Como la mayoría de los mortales que opinan sobre el tema, yo no sé cuál es el alcance agresor de Errejón con las féminas con quien compartió saliva, ni cuál es el diagnóstico de su adicción al sexo y a la farlopa. Lo que sí veo perfectamente es que el antiguo líder de Sumar ha acabado siendo víctima de su propia sistematización moral y de toda una retórica grandilocuente sobre el cuidado de los débiles que se le ha girado fatalmente a la contra. Habrá que escuchar atentamente a todas las mujeres que se hayan podido sentir maltratadas por el personaje y emprender las acciones legales oportunas, sí y recontrasí; pero también hay que tener en consideración que una persona adicta es un cerebro enfermo que tiene una relación muy ambivalente con su voluntad. A mí me asusta mucho un mundo que no cuide a las mujeres, pero también me aterra que haya periodistas para los que una adicción resulte un contexto del que ni hay que hablar.
Tendríamos que disparar muchos menos discursos morales y lapidaciones y hacer un examen de conciencia individual sobre cómo cada uno de nosotros ha digerido esta sociedad enferma
Me hace mucha gracia vivir en una sociedad que no para de hacer maratones navideños y salmodias sobre la salud mental (donde todo el mundo imposta carita de comprensivo con los desdichados) pero que, cuando alguien se excusa aduciendo que sufre una adicción a la nieve y a los anos, se lo envía a la mierda como si fuera un aprovechado, un simple follador o un pícaro arrimado a la jarana. En esta historia, como en la sexualidad de cada uno de nosotros con relación al poder, hay una infinidad de matices que los mosenes de la polarización no se pararán ni un minuto a considerar. Ahora ya tienen un hombre a quien lapidar unos días y seguramente verán en este texto una falta de respeto a las víctimas de Errejón. Nada más allá de la realidad; simplemente querría constatar que hay historias donde los protagonistas no tienen la misma responsabilidad, solo faltaría, pero en las que todo el mundo acaba sufriendo mucho a su manera.
La lección que hay que extraer de todo es que tendríamos que disparar muchos menos discursos morales y lapidaciones y hacer un examen de conciencia individual sobre cómo cada uno de nosotros ha digerido esta sociedad enferma. Eso cuesta mucho más que repartir carnés de santidad, decretar un chivo expiatorio para verter toda la ira (lógica) de los damnificados, o mofarse de un chico que le daba mucha alegría a las narinas (lo cual, en la boca de algunas periodistas ilustres de España, es bastante cómico...), sobre todo porque nos exige un examen y una conversación franca sobre todo aquello que hemos hecho con quien se ha visto afectado por nuestras acciones, siendo el propio yo uno de estos principales damnificados. Somos una raza de seres impuros que viven en unos tiempos evangelizadores donde todo dios caga colonia y disfruta viendo caer al del lado. Hace falta mirar menos al cielo, en definitiva, y prestar mucha más atención a la tierra. Opino.