Estos días se han hecho públicas las cifras, absolutas y en porcentaje, de la inversión del Estado en Cataluña. Ninguna sorpresa. Durante los últimos nueve años, la inversión real en Cataluña ha sido siempre muy por debajo de la inversión prevista, llegando al mínimo en 2021 con el 36% de lo previsto. Por el contrario, en Madrid, durante estos mismos nueve años, la inversión real siempre ha sido muy por encima del 100% de lo presupuestado excepto un año, llegando al máximo en el mismo 2021, con el 184% de la inversión prevista. En total, durante estos nueve años, el Estado ha invertido en Cataluña 6.494 millones de euros y en Madrid 12.570 millones. El expolio y el castigo son evidentes, estructurales, sistémicos. Hay quien dice que hay que tener en cuenta el efecto capital de Madrid, por el que el Estado se siente obligado a invertir más allí porque están todos los servicios centralizados. Si aceptamos esta premisa, cabe preguntarse si no nos conviene convertir Barcelona en capital de un Estado, para invertir más en virtud de ese efecto capital. La segunda pregunta que debemos hacernos es; si Madrid es la metrópoli que hay que alimentar constantemente a partir de nuestros recursos, ¿es Cataluña una colonia de Madrid?

Según el DIEC, una colonia es un "territorio sometido al dominio político, militar y económico de una potencia foránea, regido generalmente por una legislación especial". He buscado otras definiciones y todas se asemejan. Particularmente me gusta la de Cornell Law School: "El colonialismo es el acto de poder y dominación de una nación, por la apropiación o el mantenimiento total o parcial del control político sobre otra nación soberana". La definición del diccionario de la Universidad de Oxford es tan sencilla como precisa: "Una colonia es un país o un área que es gobernada por personas de otro país, más poderoso". Creo que es evidente que Cataluña se incluye en la definición.

Lo saben perfectamente, mucho mejor que nosotros. Saben que somos una colonia porque no nos consideran iguales

En términos generales, una colonia tiene otros elementos comunes. La metrópoli mantiene el control de la colonia para extraer un rendimiento constante de recursos económicos, que es el motivo fundamental por el que tiene una colonia. Una colonia es una inversión que da unos dividendos cada año, que enriquecen a la metrópoli y empobrecen a la colonia. La extracción de recursos es la base del colonialismo. Siempre ha sido así. Un segundo elemento es el supremacismo cultural, por lo que la lengua y la cultura de la metrópoli son la lengua y la cultura de prestigio en la colonia, aunque los autóctonos tengan otras lenguas y culturas. La sustitución lingüística es un efecto derivado. Un tercer elemento es que, aunque la colonia pueda o no tener un cierto nivel de autogobierno, la última palabra siempre la tiene la metrópoli, que tiene reservados en exclusiva los elementos estratégicos de la administración colonial: el sistema judicial, las aduanas, la red de transportes críticos, las fuerzas de seguridad o el sistema de recaudación de impuestos. En todos estos centros de poder hay personal de la metrópoli, no de la colonia. El personal de la colonia gestiona todo lo que no es esencial para la permanencia del sistema colonial. Un cuarto elemento es el traslado, en su caso, de población desde la metrópoli a la colonia. Lo hemos visto siempre: en Estados Unidos bajo dominación inglesa, en la América española o en la Argelia francesa.

Solo hay un elemento —por otra parte, discutible— que blanden los que dicen que Cataluña no es una colonia, que es la supuesta distancia geográfica que suele haber entre la metrópoli y la colonia. Esta circunstancia es fruto de la historia, más que otra cosa. Sin embargo, es discutible y no es un elemento sustancial si el resto de condiciones se cumplen inexorablemente. En cualquier caso, quizá sea interesante leer en este punto un fragmento de España invertebrada, publicada en 1921 por Ortega y Gasset, una obra muy recomendable. “El proceso de desintegración avanza en riguroso orden de la periferia en el centro. Primero se desprenden los Países Bajos y el Milanesado; luego, Nápoles. A principios del siglo XIX se separan las grandes provincias ultramarinas, ya fines de él, las colonias menores de América y Extremo Oriente. En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión, intrapeninsular. En 1900 se comienza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos… Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas.”

Por tanto, no es solo que algunos catalanes tengamos la conciencia de ser una colonia, o al menos de ser tratados como si lo fuéramos. Es que ellos, los españoles (o los castellanos, como le gustaba especificar en Ortega y Gasset) también lo saben. Lo saben perfectamente, mucho mejor que nosotros. Saben que somos una colonia porque no nos consideran iguales. Esto se ve constantemente, también en temas más o menos anecdóticos. Un ejemplo: ¿por qué reivindican la españolidad de Gibraltar (anexionada a Gran Bretaña en 1714) y no la de Perpiñán (anexionada a Francia en 1659)? Porque los gibraltareños son esencialmente andaluces, mientras que los roselloneses son catalanes, sencillamente. Si asumimos toda esta realidad, también debe asumirse que una colonia acaba siempre con un proceso de descolonización, y el primer paso siempre es la descolonización mental.