La semana ha traído una nueva oleada de exiliados catalanes investigados en el caso Tsunami y expulsados de su país por una maquinaria judicial que, siete años después, todavía continúa instalada en aquello que José Antich llamaba, en un artículo reciente, "un estado de terror sobre ciudadanos libres". La pancarta de Òmnium colgada en el aeropuerto del Prat resumía, con contundencia, la gravedad de esta situación: "protestar en España es terrorismo". A pesar del tiempo pasado y la brutalidad integral ejercida contra el independentismo, la voracidad de la justicia ideológica por mantener la represión es tan desmesurada, como la impunidad con que la practica. A pesar de haber perdido todas las embestidas judiciales contra el exilio en los tribunales internacionales, que no han comprado las extorsiones a los derechos democráticos que intentan los jueces españoles, han seguido actuando en España como si fuera un país extraterrestre, alejado de la lógica democrática europea. Y las últimas decisiones, con la brutal banalización del terrorismo, llegan al delirio. Es evidente que la justicia ideológica no solo es el instrumento más eficaz del Deep State para mantener la represión y la destrucción de derechos civiles, sino también es el brazo ejecutor de la venganza. Este es el sentido del caso Tsunami, reinventado y forzado hasta límites inimaginables: castigar a los que han osado enfrentarse a España. Por mucho que estemos en el siglo XXI, todos estos personajes siguen actuando con la misma mentalidad depredadora y colonizadora con que destruyeron nuestros derechos en 1714.
A la vez que la justicia patriótica perpetraba su último disparate, el exilio ha sumado otro éxito en su batalla internacional: el abogado del Tribunal de Justicia de la UE ha asegurado que la Eurocámara "violó el derecho de la Unión" al dejar a Puigdemont y Comín sin escaño, y propone al TJUE que sentencie en este sentido. Deja, pues, claro, como no podía ser de otra manera, que el escaño lo otorga el sufragio universal, y no las imposiciones ideológicas de la JEC española, otro de los instrumentos más eficaces en el recorte de derechos de los representantes independentistas. La victoria de Puigdemont y Comín, de la mano del abogado Boye, vuelve a poner en evidencia aquello que hace más de seis años que sabemos: que la represión española está fuera de la lógica penal europea y fuera de la cultura democrática que la inspira.
Sumando las dos noticias, surge una conclusión rotunda: el exilio se ha demostrado el único camino posible para proteger la libertad de muchos independentistas, y la única opción para conseguir driblar la represión judicial española. Y hay que recordarlo porque durante mucho tiempo, desde filas independentistas y republicanas, se ha despreciado, caricaturizado e incluso criticado el papel de Puigdemont en la lucha internacional, aunque ha sido la única opción para mantener viva la causa catalana. En este sentido, el retorno del president adquiere una enorme importancia, porque cierra una etapa de resistencia con éxito, y permite abrir una etapa nueva de lucha en la causa de nuestra libertad.
El diablo está en los detalles, y los de este cartel son bien jugosos: internacionalismo rancio, aceptación del velo opresor islámico y desaparición total de cualquier identificación catalana
Con respecto a la causa catalana, una última cuestión que podría parecer menor, pero que es el síntoma inequívoco del proceso de desnacionalización que nunca se detiene y que a menudo se perpetra desde las llamadas filas progresistas. La última, el cartel de Sant Jordi escogido este año por el Ayuntamiento de Barcelona. Diseñado por el diseñador Pau Gasol Valls, tiene todos los elementos de una fiesta amorfa, sin ningún símbolo identitario que la vincule a una cultura y a una nación, ni siquiera una simple bandera institucional y bien ordenadita. Solo personas que pasan por las Ramblas y que podrían pertenecer a cualquier ciudad de cualquier país, en la línea políticamente correcta de una Barcelona sin patria, ni memoria. Tan solo un detalle que no puede faltar en la corrección política: una de las personas dibujadas es una mujer que lleva un hiyab y este es el único símbolo identificable, convertido en la metáfora de la progresía multicultural, multibuenista y multipuñetas. El hiyab sí que se puede poner en un cartel de Sant Jordi, pero una bandera, Dios me libre, no fuera que pareciera demasiado catalán.
¿Es menor? Probablemente, no en balde hay gestos más graves que erosionan y dañan nuestra identidad, pero ya sabemos que el diablo está en los detalles, y los de este cartel son bien jugosos: internacionalismo rancio, aceptación del velo opresor islámico y desaparición total de cualquier identificación catalana, y así vamos reduciendo las señas de identidad propias al capítulo de "coros y danzas". No, no es menor, es intencionado y la intención es bien clara, en un proceso de desnacionalización de Catalunya, a la vez que se consolida minuciosamente la españolización. En este sentido, hay que recordar una evidencia: la lucha de muchos de nosotros no nace de la voluntad de tener un estado, sino de salvar la nación, agredida por todos los flancos desde hace tres siglos. El estado puede ser la solución, pero la causa es la nación, su identidad, su lengua, su memoria. Si perdemos la nación, de poco servirá tener el estado. No equivoquemos, pues, el sentido de la lucha.