A menudo los grupos políticos y sus altavoces mediáticos distorsionan por interés táctico cuestiones de cierta complejidad técnica sobre las que difícilmente podrían opinar los ciudadanos no tan avezados, y lo derivan a un combate de ellos contra nosotros que nada tiene que ver con el fondo de la cuestión. Un ejemplo inmediato es el griterío contra la idea de la financiación singular, de la que nada se sabe y parece que aún tardará. Como suele ocurrir siempre, gobierne quien gobierne el Estado, el discurso contra indemostrados privilegios de Catalunya genera un rendimiento politicoelectoral en el resto de comunidades, con presidentes del PSOE o del PP. De la cuota vasca o navarra nadie dice ni mu, por si acaso.
La distorsión del debate como método deshonesto de acción política se practica ahora en el debate sobre el techo de déficit, que por interés, por ignorancia o por mala fe, o por los tres motivos acumulados, se ha querido plantear como una disputa ideológica, entre derechas e izquierdas, cuando varios actores han adoptado posiciones contrarias según lo que dictaba la táctica del momento.
Que las posiciones de cada grupo cambian según el momento lo demuestra ahora el Partido Popular que, habiendo adoptado una política radicalmente centralista cuando gobernaba, argumenta ahora su voto en contra del de déficit por la discriminación flagrante de las comunidades autónomas. Lo hace, evidentemente, porque está en la oposición y trata de desgastar al Gobierno de Pedro Sánchez, pero también y sobre todo por un interés inmediato, dado que controla once comunidades autónomas aparte de Ceuta y Melilla.
Una política progresista debería reforzar prioritariamente el gasto social que realizan las comunidades autónomas y los municipios. Sin embargo, todos los gobiernos españoles, independientemente de su adscripción ideológica, han hecho y hacen sistemáticamente lo contrario.
También Esquerra Republicana ha cambiado de posición. Después de una larga trayectoria denunciando la infrafinanciación de Catalunya y la falta de autonomía financiera, ahora acepta el techo de déficit que pretende imponer el Gobierno del PSOE, probablemente porque lo peor que podría sucederle ahora, tal y como le van las cosas al partido de Gabriel Rufián, es que Pedro Sánchez, sin presupuestos, optara por convocar elecciones generales.
Aparte de la seguridad social, las comunidades autónomas dedican la mayor parte de sus recursos a financiar aquellos servicios que más afectan a la vida de las personas y especialmente a las más necesitadas. La sanidad, la educación y los servicios sociales son competencia de las comunidades. En cambio, el gasto del Estado va principalmente dirigido a otro tipo de servicios, también importantes y algunos necesarios, como las inversiones, la defensa, la política exterior, las fuerzas de seguridad, los servicios de inteligencia, los fondos reservados y las instituciones.
Con esta premisa, una política mínimamente progresista debería reforzar prioritariamente el gasto social que realizan las comunidades autónomas. Sin embargo, todos los gobiernos españoles, independientemente de su adscripción ideológica, han venido haciendo sistemáticamente lo contrario. Como es el gobierno del Estado quien decide la distribución, suele favorecer presupuestariamente a sus negociados. Desde 2012 hasta 2022, último ejercicio liquidado, los recursos de la Administración Central aumentaron un 88,7% y los de las comunidades autónomas solo un 40,5%, ¡En toda una década! Esto es lo que constata un “desequilibrio vertical” en palabras del catedrático Guillem López i Casasnovas. Y esta es la causa, sin ir más lejos, de la infrafinanciación de la sanidad, que solo en Catalunya se ha disparado por encima de los 3.000 millones anuales y a la que solo se puede hacer frente alargando las listas de espera o cerrando servicios y plantas de hospitales como ha pasado este verano. Por no hablar del déficit inversor en Educación, que afecta principalmente a la escuela pública e hipoteca el futuro de las nuevas generaciones, o del abandono de los sectores más vulnerables de la sociedad, que necesitan ayudas públicas cuando el 24,4% de la población catalana se encuentra en riesgo de pobreza.
El debate sobre el techo de déficit no es un combate entre derechas e izquierdas como pretenden interesadamente algunos interlocutores, sino sobre la suficiencia financiera de quien debe atender a quien más lo necesita
Todo el sistema funciona con un grifo centralizado que el Gobierno de turno abre o cierra discrecionalmente, pero siempre a favor de una Administración central más alejada de los ciudadanos. Y así continuará, por lo que respecta a Catalunya, mientras no disponga de grifo propio.
Y es una prueba más la propuesta aún no aprobada del Gobierno de Pedro Sánchez sobre el techo de déficit, que fija el 2,5% del PIB para el conjunto de las administraciones públicas. El reparto que pretende el Ejecutivo es cualquier cosa menos equilibrado. Se reserva el 2,2% de techo de déficit para su administración y cede solo el 0,1% para el conjunto de las comunidades autónomas. En cifras, la administración central se permite gastar cerca de 35.000 millones más de lo que ingrese, mientras que en las comunidades el margen queda muy por debajo de los 2.000 millones entre todas. Claro que peor lo tienen los ayuntamientos, que tienen prohibido generar déficit, y ni siquiera se permite gastar ahorros a aquellos que los tienen. Y desde la pandemia hasta hoy, el gasto de los municipios en algunos servicios o atenciones sociales que no son de su competencia y no pueden ignorar se han multiplicado.
Llegados a este punto, alguien tendrá que dejar de decir que es una batalla entre derechas e izquierdas. No, son los servicios sociales, es la educación, son las listas de espera… Como diría Bill Clinton, "¡Es la sanidad, estúpido!".