De todos los vídeos del 1 de octubre que anualmente vuelven a circular por las redes, el que todavía me cuesta más ver es el de las escaleras del IES Pau Claris. La herida no está cerrada. No lo está por mucho que el president Illa nos invite a despertarnos del sueño, no lo es por mucho que los partidos independentistas aprovechen la ocasión para convertir el aniversario del referéndum en una celebración folclórica más, y no lo es por mucho que, política y circunstancialmente, todo esté configurado para que hablar de él te convierta en un resentido. O, todavía peor, en un friqui. Precisamente, que la clase política independentista se vea forzada a hablar de él como una victoria sin matices es lo que impide dejar de vivirlo como un acontecimiento traumático —más allá del trauma de tener que ser españoles a la fuerza—.

La satisfacción y la euforia grandilocuente, todavía hoy, explican que los mismos que hicieron posible el referéndum, después pusieron todas las herramientas retóricas y sentimentales para vaciarlo de cualquier sentido. La herida está abierta porque el abandono de su gente por parte de la clase política carga una frustración que no se salva con ampulosidad, sino con enmiendas y enderezamientos. Sin eso último, la consecuencia de esas escaleras es que Salvador Illa es president de la Generalitat. Ahora que los socialistas tienen aquello por lo que los partidos independentistas renunciaron a defender el referéndum —el control autonómico—, decir según qué todavía se hace más difícil que antes. Todo parece reubicarse para que, de nuevo, el objetivo a batir sea Illa, y no el Estado. Y para que, por lo tanto, cualquier aspiración de ir a la raíz de los problemas que inmovilizan el independentismo pase a ser, automáticamente, un retorno al pasado que hay que evitar por el bien del país.

Paradójicamente, las ansias por cerrar el episodio del referéndum de cualquier manera es lo que lo mantiene abierto

La clase política independentista y el president Illa, en este sentido, coinciden en que hay que pasar página. Pero no se puede pasar página de verdad sin mirar a los ojos a lo que te está impidiendo hacerlo, y es que la herida está abierta porque los españoles utilizaron la violencia para reprimirnos y los políticos catalanes hicieron que la violencia española no sirviera para nada, que fuera gratuita. De hecho, los políticos catalanes todavía hacen que eso sea así. Me resulta imposible mirar entero el vídeo de las escaleras porque me cuesta tragar que aquella brutalidad haya derivado en una cultura política que lo ha reducido todo a la nostalgia y a la ramplonería. Y en una cultura política de que si no aceptas las dinámicas, si no te doblegas a sus intereses, si rechazas la ampulosidad y reclamas fiscalización, te acaba aislando para protegerse. La degradación y el empobrecimiento espiritual e intelectual del país, desgraciadamente, son la consecuencia a largo plazo de esto. Nada de lo que ha sucedido en estos siete últimos años tampoco ha sido ni será gratuito.

Salvador Illa quiere cerrar la herida en nombre de una promesa de paz submisiva; los partidos catalanes la quieren cerrar reduciendo al mínimo el espacio en el que podemos preguntarnos cómo es que estamos donde estamos, si —como nos cuentan— ganamos. En el referéndum del 1 de octubre todavía están las claves que pueden quebrar el sistema, por eso todo el mundo, a su manera, quiere cerrar el episodio y hacer que nos olvidemos de él. Paradójicamente, su ansia por cerrarlo de cualquier manera es lo que lo mantiene abierto. El independentismo solo tendrá posibilidades de avanzar cuando haga las paces con su pasado, en lugar de querer reescribirlo torpemente, por eso es importante seguir hablando y seguir escribiendo sobre ello, a pesar de los cantos de sirena que interesadamente lo pintan como un retroceso. Lo hacen porque todavía hoy, siete años después, esas escaleras los ponen ante sus propias miserias.