En el presente artículo abordaré uno de los males más profundos y persistentes que aquejan al Estado español: la inexistencia de un verdadero proyecto político de futuro, acompañado de una dirección entregada a la improvisación y, especialmente, de una alarmante falta de liderazgo con visión de Estado. Esta carencia no se debe a la ausencia de figuras visibles, sino a la proliferación de liderazgos personalistas, coyunturales, sin capacidad de articular un proyecto de país. Se trata de un problema estructural que, lejos de ser novedoso, ha sido históricamente el germen de numerosos conflictos internos, transiciones fallidas y decisiones enfocadas al corto plazo más que a la transformación real.

Aunque estos problemas hunden sus raíces en la historia contemporánea española, el procés catalán los puso nuevamente ante los ojos del mundo con una claridad insoportable. Lo ocurrido desde el referéndum del 1 de octubre de 2017 hasta hoy evidencia la incapacidad —o la falta de voluntad política— del Estado para hacerse cargo de sí mismo.

El procés no fue solo un reto soberanista o territorial, sino una oportunidad —probablemente la última de carácter sistémico en décadas— para que el Estado español reflexionara sobre su propio modelo, sus déficits democráticos y sus errores históricos. Pero, en lugar de abrir un debate profundo, se produjo un repliegue en el centralismo más primitivo, revestido de legalismo y de una retórica jacobina que no acepta ni comprende la pluralidad nacional, cultural y política que constituye el Estado actual.

España se desliza hacia una forma de democracia cada vez más autorreferencial, excluyente y defensiva

Desde la aplicación del artículo 155 de la Constitución hasta la aún no superada judicialización del conflicto, todas las acciones emprendidas han tenido como objetivo no la resolución, sino la perpetuación del problema. La represión, las persecuciones policiales, fiscales y judiciales, el exilio, las inhabilitaciones, los encarcelamientos y las amenazas constantes no han hecho más que reforzar la imagen de un Estado que reacciona, pero no piensa; que castiga, pero no corrige; que impone, pero no propone. Un Estado que delega en los tribunales lo que debería resolverse en las instituciones representativas.

El problema catalán no es una anomalía, sino un síntoma de una crisis más profunda: la incapacidad del Estado español para ofrecer respuestas que no pasen por la recentralización, la exclusión de lo diferente o el uso excesivo de instrumentos coercitivos.

España ha evidenciado, en los últimos años, una alarmante falta de visión política. No ya solo en lo territorial, sino en todos los ámbitos. Se vive al día, reaccionando a crisis sucesivas —económicas, sociales, sanitarias, internacionales— sin una hoja de ruta más allá de la mera supervivencia en el poder. La ausencia de liderazgos con vocación transformadora ha consolidado un sistema donde la mediocridad se impone sobre la capacidad de gobierno.

Las promesas de regeneración democrática surgidas tras el 15M se diluyeron en pactos de estabilidad que consolidaron lo existente. La monarquía, pese a los escándalos y a su creciente falta de legitimidad social, continúa siendo un tabú. La estructura administrativa es obsoleta. El poder judicial, cada vez más cuestionado y señalado por instancias internacionales, se mantiene como un reducto inmune a toda forma de regeneración. Y, sobre todo, no existe un relato compartido que permita proyectar una idea común de futuro.

En este contexto, el procés fue leído como una amenaza externa, una traición o un delirio identitario de unos pocos, en lugar de entenderse como una consecuencia lógica de un modelo estatal agotado e incapaz de ofrecer respuestas democráticas reales a una parte muy significativa de la ciudadanía catalana. El Estado prefirió blindarse antes que analizar, reprimir antes que comprender, dividir antes que integrar.

Desde 2017, España ha quedado atrapada en un bucle que excluye tanto la reflexión como el diálogo sincero. El discurso dominante ha sido el de la sacrosanta “unidad nacional”, elevada a dogma inamovible, mientras el derecho se ha usado como arma de combate político, convirtiendo a muchos jueces en actores partidistas dentro de un conflicto esencialmente político, en lugar de árbitros de lo justo.

En vez de construir un Estado fuerte desde la pluralidad, se ha optado por una concepción rígida y frágil de nación, sin espacio para la diferencia. En vez de aprender del error histórico de negarse a pactar una salida negociada, se ha impuesto una forma de amnesia colectiva. No se ha hecho ningún intento serio por entender por qué millones de personas en Catalunya desean dejar de formar parte de España.

La política ha sido sustituida por decisiones tomadas en los despachos de fiscales, magistrados, servicios de inteligencia y cloacas policiales. La clase dirigente ha demostrado una profunda incapacidad de asumir riesgos, abrir espacios de negociación real o pensar más allá de la coyuntura mediática.

Todo ello ha contribuido a una desafección cada vez más generalizada y a un deterioro democrático que ya trasciende el ámbito catalán. Lo que se toleró como medida excepcional contra el independentismo corre el riesgo de normalizarse como herramienta contra toda disidencia. Así, España se desliza hacia una forma de democracia cada vez más autorreferencial, excluyente y defensiva.

La situación internacional tampoco ayuda. En un mundo convulso, con crisis energéticas, migratorias, climáticas y de gobernanza global, los estados sin modelos sólidos ni estructuras adaptativas están condenados a verse desbordados. España, con un sistema institucional inmóvil, una clase política sin ambición y unas élites desconectadas de la realidad social, no está preparada para asumir el papel que se autoatribuye como potencia europea de primer orden —estatus que hace siglos dejó de ostentar—.

Frente a esta complejidad, la respuesta del Estado continúa siendo la simplificación jacobina de la gobernante izquierda española: negar el conflicto, apelar a una Constitución intocable, defender una monarquía inviolable y glorificar una transición que ya no ofrece soluciones, sino obstáculos.

Se gobierna como si aún estuviéramos en 1980. Se pretende legislar sin asumir que la diversidad es estructural. Se actúa como si España fuera una nación homogénea, cuando es, en realidad, un mosaico de naciones, pueblos y culturas que solo se sostiene si se reconoce su complejidad.

Una verdadera democracia no se construye sobre la negación del otro. Tampoco puede reducirse a votar cada cuatro años. La democracia exige estructuras de participación, justicia social, una división real de poderes y, sobre todo, la capacidad de corregirse a sí misma. Y esa corrección no puede llevarse a cabo sin una conducción política valiente, dispuesta a romper inercias y a desafiar intereses enquistados.

España necesita una revisión integral de su modelo estatal. No bastan reformas superficiales o respuestas reactivas. Es imprescindible abrir un proceso que permita repensar las bases del pacto político, territorial y social. Un modelo que respete el derecho a decidir de las naciones que hoy conforman el Estado —con todas las consecuencias que ello implique— y que también garantice un marco real de autonomía para sus regiones.

Se requiere un poder judicial verdaderamente independiente, sujeto a controles democráticos, efectivos, y a una exigencia clara de rendición de cuentas. Un sistema político que recupere la confianza ciudadana, supere el clientelismo y cierre el ciclo de puertas giratorias. Una economía que distribuya la riqueza y no perpetúe la precariedad.

Y, sobre todo, una clase política y una sociedad civil capaces de mirar hacia atrás sin miedo, para aprender de los errores. No se puede construir un futuro sólido sobre la negación del pasado. La historia no debe ser un campo de batalla, sino una fuente de reflexión crítica.

España no está necesariamente condenada a desaparecer como estado, pero sí está obligada a reformarse si no quiere deslizarse hacia una descomposición lenta y peligrosa —proceso en el que ya se ha avanzado considerablemente—. La ausencia de liderazgo con visión de Estado —no confundir liderazgo con caudillismo— no es solo un problema institucional, sino una amenaza directa a la convivencia, la justicia y la democracia.

Insisto: el procés fue un grito de ruptura, pero también una llamada de atención. Ocho años después, ni el grito ha sido escuchado ni la llamada atendida. El Estado ha optado por la supervivencia, no por la transformación. Pero el tiempo se agota. Y las soluciones de siempre ya no sirven. No se trata de más control, más uniformidad o más represión. Se trata de más democracia, más escucha y más valentía para asumir que un estado no se construye desde el miedo, sino desde la esperanza compartida de quienes lo habitan. Y esa esperanza, hoy por hoy, está ausente.