Descargo: este artículo lo tendría que haber escrito un constitucionalista español
Una oligarquía de origen judicial pretende erigirse, en España y desde hace un cierto tiempo, en autocracia judicial. Ignoro si lo conseguirá, pero es notorio que en distintos puntos del territorio hispano se ha iniciado ya el levantamiento: lo hemos visto con el estrangulamiento togado de la lengua catalana —el 25% de castellano—, la irracional negativa a aplicar una ley —la de amnistía— de sentido diáfano, las interminables y a menudo delirantes investigaciones prospectivas dirigidas contra personas escogidas no al azar, sino por su ideología política —tramas rusas y cia.—, ciertas estrategias para derribar figuras institucionales troncales legalmente designadas —fiscal general—…, ¿es necesario que continúe? ¿Quién puede negar la intensidad y heterogeneidad de tales levantamientos? Es crucial, en todo caso, identificar bien cuál es la combinación insólita de atributos de esta fuerza emergente: por un lado, ostenta un poder muy remarcable. No absoluto, esto es cierto, pero sí preeminente: el judicial. Por el otro —esta es la clave—, disfruta de un privilegio extraordinario, solo compartido con el rey: la inmunidad. La del monarca es una inmunidad legal. La judicial, de facto, pero, al fin y al cabo, inmunidad. Haga lo que haga, si lo hace en la dirección correcta, no le pasará nada.
Pronto presenciaremos la madre de todas las batallas: la que libren el Supremo y el Constitucional
Un parlamentario hace la ley que el judicial tendrá que aplicar, pero cada cuatro años se expone a perder su escaño. Un presidente del Gobierno tiene un poder casi omnívoro —se ha convertido, de hecho, en máximo legislador por la vía de los decretos ley y toma la inmensa mayoría de decisiones importantes—, pero puede ser destituido por los parlamentarios y, como hemos visto recientemente, estos también pueden no convalidarle los decretos. A los jueces, por el contrario, nadie los puede molestar hasta que no les llegue la edad de jubilación forzosa. ¿Qué tope o límite real tienen? Básicamente, uno: la amenaza de ser condenados por prevaricación cuando no respeten la ley en su actuación. Pero ¿es real y eficaz, esta amenaza? No. Un hipertrofiado y sobredimensionado entendimiento del principio de independencia judicial nos dicta, a los ciudadanos, que no podemos molestar ni criticar a los jueces. Ni mucho menos condenarlos por prevaricación. De hecho, ni siquiera se tienen que admitir a trámite las querellas que se presenten contra ellos por prevaricación, por más que el caso sea clamoroso. Lo acabamos de ver, de vivir, en el caso Volhov. La misma Audiencia Provincial se hacía cruces, y lo tildaba de ‘fraude procesal’, de como el instructor intentaba escabullirse de lo que le ordenaba con el expediente de ir clonando piezas separadas, pero el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya acaba de decidir, hace muy pocos días —agárrense fuerte—, de ni siquiera investigarlo. Estas inadmisiones a trámite le pueden parecer al lector una resolución más, pero son la clave de bóveda del éxito de implantación futura de la autocracia judicial de que hablo. Sin ellas esta sería inviable.
Una autocracia judicial que pretende establecerse no necesita, en absoluto, actuar como tal permanentemente, en todas las resoluciones que emite. El modo excepcional y ultraprotegido de actuación solo se activa puntualmente. Cuando lo justifica el caso que le llega. O, como pasa a menudo, que ella misma se genera de la nada con la inestimable ayuda de las siempre oportunas y perfectamente coordinadas fundaciones de extrema derecha. Ya lo decía Carl Schmitt —que fuera un ignominioso jurista nazi no excluye que a menudo acertara—: el poder real reside en la excepción, no en la gestión ordinaria de los casos mediocres. Solo los importantes justifican, hacen necesario, hacer la vista gorda al principio de legalidad. Durante el nazismo, la mayoría de sentencias que se dictaban cotidianamente —sobre accidentes de tráfico, por discusiones en comunidades de vecinos, etc.— seguían dictándose según criterios ordinarios. Pero, cuando el caso afectaba a un judío, un homosexual o un discapacitado, entonces las cosas cambiaban. ¡Y cómo cambiaban!
Es entonces, cuando el caso es especial —de aquellos, ya nos entendemos—, que los tribunales apartan con violencia argumentativa la Ley de amnistía, cuando inadmiten una querella por una prevaricación aparentemente de libro, cuando usurpan la función del legislador catalán y deciden, ellos, cuál tiene que ser la política lingüística aplicada a los menores catalanes o cuando intentan destituir, empleando herramientas clamorosamente desproporcionadas respecto de la gravedad real del delito investigado, a todo un fiscal general. Y lo hacen, solo entonces, sabiendo que, a la vez que tensan la ley, se desactivará y diluirá, sin solución de continuidad y en perfecta sincronía, el apartado del Código Penal que prevé la prevaricación. Muy probablemente solo hay una solución a este callejón sin salida. Una solución, cierto es, compleja, pero la única realmente eficaz: atribuir el conocimiento de los delitos de prevaricación judicial al tribunal del jurado.
Esta autocracia judicial emergente no actúa, solamente, a través de resoluciones judiciales. También ejerce una influencia más indirecta sobre la actuación de los otros poderes. Por ejemplo, manifestándose, entogada, contra una ley como la de la amnistía antes de que esta ni siquiera iniciara su trámite parlamentario, o criticando duramente la sola intención del legislador de hacer correr un poco el aire por los tribunales y modificar, abriéndolo más a la sociedad, el sistema de acceso a la función judicial. Esto no lo puede tolerar una autocracia que no solo quiere establecerse, sino hacerlo como un club exclusivo.
Acabo. Pronto presenciaremos la madre de todas las batallas: la que libren el Supremo y el Constitucional. El primero ha inaplicado una ley —la de amnistía— contra su tenor literal. El segundo, con toda seguridad, declarará inconstitucional este talante interpretativo del Supremo. Anulará su resolución. Pero este será, solo, el día 1 de la batalla. El día 2 llegará con la reacción del Supremo. ¿Obedecerá al Constitucional? ¿Lo desobedecerá? No sé ni si lo hará ni si caerá en 18 de julio. Lo que sí os puedo asegurar es que, si alguien presenta una querella por prevaricación por lo que haga entonces el Supremo, será inadmitida a trámite, sea lo que sea que haya hecho, puesto que lo decidirá, nuevamente, tic, tac, tic, tac…, el mismo Supremo! Círculo cerrado. Feliz sábado.