Que el rey de España, Felipe VI, haya felicitado la Navidad con un discurso en el que pide literalmente “fe” en la unidad y la continuidad” de España –atención al término “continuidad”–; y que implore “diálogo, concertación y compromiso” a los partidos para superar la situación de bloqueo resultante de las elecciones generales del 20D evidencia hasta qué punto el Estado puede haber entrado en aquella dimensión desconocida o tierra incógnita en que hasta hace poco sólo se solía ubicar a la Catalunya (auto)lanzada a los abismos más tenebrosos.
El monarca no se refirió, de manera explícita, ni al pleito planteado por el independentismo y la izquierda referendista catalana, que se sustanció el 27S en un 48% de votos a favor de la independencia y un 9% más a favor de un referéndum, y que el 20D, a pesar de la fatiga del independentismo, ha vuelto a recoger un 31,7% y un 24,7%, respectivamente. Tampoco mentó el naufragio del bipartidismo español, que ha pasado del 73,3% de los votos y el 84,5% de los escaños en el Congreso en el 2011 al 50,73% y el 60,8% ahora. No lo hizo, pero en el discurso prácticamente no habló de nada más, del desencaje catalán, y de la parálisis española, y, por eso, a Felipe VI, se le entendió todo.
Y para postres, la monarquía tampoco había sido nunca tan cuestionada en las Cortes españolas, donde ha emergido un bloque de 96 diputados (Podemos y grupos afines, ERC, DiL, PNV, UP-IU y EH) explícitamente republicanos i/o partidarios de una república catalana o vasca. En el 2011 no pasaban de 25. Menos mal que la ley d'Hondt, con su prima a los grandes partidos dinásticos, sigue siendo el gran estabilizador del sistema 40 años después.
La monarquía tampoco había sido nunca tan cuestionada en las Cortes, con 96 diputados republicanos i/o partidarios de una república catalana o vasca
Mal de muchos, consuelo de tontos, es verdad. Como también lo es que lo que ha pasado el 20D no se explica sin lo que pasó el 27S y las “políticas de Estado” contra el "desafío" catalán activadas por el dúo Mariano-Soraya y bendecidas por Sánchez y Rivera, que no (astutamente) por Iglesias. El resultado es que ya no es sólo la evolución de la Catalunya pendiente de lo que decida hoy la izquierda anticapitalista cupera en la asamblea de Sabadell lo que preocupa o debe preocupar a las cancillerías europeas, sino también una España que los comicios de hace 8 días pusieron panza arriba.
No es sólo con que haya dos grandes partidos empequeñecidos, el PP y el PSOE, con gravísimas dificultades para asumir las riendas de la gobernación del país, mediante una gran coalición de hecho y de derecho o bien de un no menos inédito gobierno de izquierdas con apoyo de los "indignados" y los independentistas. La verdadera cuestión de fondo es que ello suceda en un Estado alérgico a la cultura del pacto y a su propia diversidad constitutiva, ya sea la nacional, ya sea la meramente ideológica.
Si Catalunya tiene a la CUP, España tiene a un Pedro Sánchez que sólo puede sobrevivir a él mismo pactando con Podemos y los independentistas
Si Catalunya tiene a la CUP, España tiene a un Pedro Sánchez que sólo puede sobrevivir a él mismo y su partido pactando con Podemos y los independentistas o haciendo jugar el ambicioso Rivera en un nuevo “consenso”, una nueva gran transacción para garantizar la “unidad y la continuidad” del Estado. Una segunda transición con una gran parte de los catalanes mentalmente desconectados de España o en camino, y, por eso mismo, con una reforma de la Constitución y quizás un referéndum de objetivo único: evitar que se marchen. He ahí por qué el (nuevo) Rey cerró el discurso navideño apelando literalmente a la “fe” en España. Ahora sabemos que España ha pasado a ser una cuestión de fe y el déficit de vocaciones no para de aumentar.