Ahora que Salvador Illa ya es president, "falta Junts", escribe Iván Redondo. Quiere decir que falta una oposición de centroderecha catalana que acepte que la independencia es imposible —como decía el PP cuando era el partido alfa— y que esté dispuesta a olvidar la autodeterminación y la represión política, y pacte con Feijóo sin poner en jaque el prestigio de la rojigualda. Falta, resumiendo, que Puigdemont se esfume y, si puede ser, que también se esfume Oriol Junqueras, que ya ha hecho el trabajo sucio y no tiene capacidad para domesticar la tribu convergente como hizo Jordi Pujol.
El PSC quiere reescribir la historia desde 1980, y demostrar que la victoria de Pujol fue un error de cálculo, una reminiscencia del pasado que se escapó a última hora de los pactos de la Transición. Los socialistas siempre han considerado que el corte con la Catalunya catalana no fue lo suficiente limpio, a pesar de Franco y de Tejero; a pesar de las oleadas migratorias y del marquesado que los Borbones le regalaron a Tarradellas, president de la Generalitat republicana en el exilio. No estaba previsto que Heribert Barrera, soldado de la república, hijo de sindicalista, pusiera la historia del país por delante de la ideología y se aliara con Pujol.
Ahora, pues, se trata de volver a empezar como si aquí no hubiera pasado nada. Todo vale, con la excusa de que Bruselas tiene demasiados problemas para ocuparse de nosotros y que los castellanos que mandan en la justicia y el ejército —y también en Hacienda—, tienen mucha mala leche. Para que todo funcione "solo falta Junts", dice Redondo. Y en el fondo todo el mundo lee que Puigdemont es el problema, porque como me dijo Artur Mas en 2010, la gente no cuenta: "El millón de las consultas no tiene peso". Visto así, es más fácil comprender por qué Puigdemont hizo el gesto de volver a Catalunya y a la hora de la verdad dejó a todo el mundo con un palmo de narices.
Si Salvador Illa hubiera querido abrir una etapa nueva en Catalunya, no habría aceptado la investidura sin antes ver honrado el acuerdo de amnistía que Puigdemont tenía con el gobierno de España
Puigdemont hizo igual que después del 1 de octubre, cuando su entorno esperaba que se autodestruyera improvisando una declaración de independencia o bien traicionando a la gente con una convocatoria de elecciones. Puigdemont hace siete años que huye no solo de la represión española, sino también de las pulsiones que hay dentro de su partido para convertirlo en la cabeza de turco de todas las mentiras del procés. CiU puso a Puigdemont de president porque parecía tan independentista como Junqueras, pero Junqueras conocía el juego y hacía tiempo que negociaba una salida con Soraya Sáenz de Santamaría.
Puigdemont no es un héroe, pero tampoco es burro. Vino para demostrar que todavía controla a su partido, y huyó para que entre unos y otros no lo hicieran carne picada. A España le conviene que Puigdemont acabe mal para dar ejemplo y para alimentar las bajas pasiones de los catalanes que se sienten impotentes y no solo necesitan creer que no hay escapatoria, sino que cualquier que la busque es un peligro. Todo ha degenerado tanto que el operativo de los Mossos que debía cazarlo se llamaba "operación Jaula". Me hizo pensar en un político de ERC de esos que escriben chorradas en La Vanguardia y que me dijo, cuando Junqueras estaba preso: "Mejor cinco años en la trena que toda la vida en el exilio".
Al pueblo catalán le conviene que Puigdemont gane; ni que sea porque los mismos políticos que aprovecharon la represión para socializar la derrota ahora no socialicen también los restos más oscuros de su miseria moral. Yo no he votado nunca a Puigdemont, pero si se hubiera presentado en mi casa, lo habría escondido, pues claro. Le habría abierto la puerta como suponía una amiga del PP que, mientras lo buscaban, me preguntó si lo tenía en el comedor mirando la tele y comiendo pipas. Solo en los países autoritarios — estos países de mierda de los cuales huye la gente que llega aquí—, el odio sectario y el dame pan y dime tonto, es más grande que el respeto a la nación. Quizás por eso cada vez tengo más amigos viviendo en el extranjero.
Si Salvador Illa hubiera querido abrir una etapa nueva en Catalunya, no habría aceptado la investidura sin antes ver honrado el acuerdo de amnistía que Puigdemont tenía con el gobierno de España. Y aún menos habría forzado a ERC, desgastada por años de buscar acuerdos en Madrid con las manos atadas, a elegir entre suicidarse en unas nuevas elecciones o pactar un acuerdo basado en un sistema fiscal que ya formaba parte de los papeles que habían firmado Puigdemont y Pedro Sánchez. La esperanza que Illa inspira a algunos diarios es la esperanza de los que no tienen cojones de pactar con Vox, pero necesitan que Puigdemont sirva de cabeza de turco antes de desaparecer del mapa.
Yo prefiero que Puigdemont gane, ni que sea como los ratones de Tom y Jerry. Quizás no será como De Gaulle con los nazis, pero seguro que ayuda un poco.