Siempre se nos ha vendido la idea de que España es un país muy descentralizado. Uno de los más descentralizados de Europa. Que a pesar de no emplear en su definición el término ‘federal’, es tan ‘federal', o más, que los países que se autodenominan como tales, como por ejemplo Alemania. Esto era y es, por supuesto, mentira. La tesis que intentaré desarrollar hoy es la siguiente: al Estado de las ‘autonomías’ español le convendría más, de hecho, en un escrutinio de más cerca, denominarse 'Estado de las Gestorías’ o algo parecido.

De lo que voy a decir hay que excluir, no obstante, a Euskadi, que sí disfruta de una autonomía real, más granítica. La especificidad vasca se construye a partir de una mayor pericia de su clase política a la hora de mendigar ante el Estado, combinada con la presión que ejerce el recuerdo de la violencia de ETA: se guardará bien, el poder central, de cuidar y, si hace falta, ir ampliando la autonomía vasca para cortar de raíz cualquier malestar susceptible de reactivar ciertos planteamientos antidemocráticos felizmente superados.

El caso catalán es harina de otro costal. En una mirada acrítica e inocente, se podría pensar que Catalunya disfruta de una elevada autonomía: un Parlament con competencias legislativas sobre un montón de materias —agricultura, ganadería, asociaciones y fundaciones, consumo, vivienda, organización territorial, transporte, lengua, turismo…—, una Presidencia con algunas funciones ejecutivas en absoluto despreciables, una policía propia, etc. La lista es larga. Esto es indudable. Pero una cosa es lo que consta sobre el papel y otra muy distinta es lo que pasa, materialmente, en la realidad, que, a fin de cuentas, es lo que importa.

En el caso de las competencias legislativas supuestamente ‘exclusivas’ —el punto clave—, la trampa ha sido y continúa siendo esta: reconoces —tú, Estado— a Catalunya la competencia en x, pero te reservas —el Estado, quiero decir— la competencia en y. Como vivimos en un mundo líquido y complejo, muy pronto toparemos con situaciones que Catalunya pretende regular en las que confluyan o se interfieran ambas competencias. Entonces habrá que fijar hasta dónde alcanzan los respectivos espacios de actuación. Esta delimitación es una especie de chicle jurídico que, en última instancia, puedes manipular a voluntad: lo puedes estirar, hacer de él una pelotita o mutarlo en burbuja. Evidentemente, de esta manipulación se encarga una instancia estatal, el Tribunal Constitucional, en la que, por definición, nunca habrá, salvo raros períodos de enajenación mental transitoria, una mayoría propensa a cuidar de las competencias catalanas. Hallaremos, de vez en cuando, integrantes catalanes del Constitucional, claro está, pero los mecanismos estatales, cual relojes suizos, ya se encargarán de que sean de un perfil ideológico, digamos, ‘contenido’.

Una cosa es lo que consta sobre el papel y otra muy distinta es lo que pasa, materialmente, en la realidad, que, a fin de cuentas, es lo que importa

Pongamos, para ir cerrando el artículo, un ejemplo muy reciente: la competencia catalana en materia de vivienda. Sin entrar ahora en detalles jurídicos tediosos que no vienen al caso, diremos que Catalunya tiene —en teoría, claro está— competencia en materia de vivienda. Desde hace tiempo, ha decidido, vía parlamentaria, introducir la figura del alquiler social. Hacerlo obligatorio para determinados grandes tenedores de inmuebles. También ha decidido, de nuevo por ley, que dicho alquiler social tenga que ofrecerse antes de iniciar un procedimiento judicial por impago de alquiler o de hipoteca. No es mi intención, ahora, analizar el acierto o desacierto de estas ideas. Solo me quiero centrar en el hecho de que el Parlament catalán, en uso de una competencia supuestamente suya —la de vivienda—, ha decidido introducir una regulación que, nuevamente, la semana pasada, ha sido invalidada por el Tribunal Constitucional.

Para entender bien esta ya demasiado vieja jugada —habría que innovar un poco, me parece—, volvamos al chicle jurídico: si a una instancia política le reconoces: “puedes regular sobre vivienda”, pero a continuación le espetas, en nombre de elásticas y expansivas competencias estatales —como, por ejemplo, la de contratación o la relativa a los procedimientos judiciales—: “pero ojo, no apruebes nada que incida, en lo más mínimo, en la regulación de los contratos de arrendamiento; y ojo también con que no tenga la más mínima repercusión en los procedimientos judiciales en los que se decide, precisamente, el futuro de estos contratos”. Si estas son, como digo, las condiciones en las que una instancia ‘autonómica’ puede ejercer sus competencias, lo que quedará será un insignificante artefacto que, en el mejor de los casos, te servirá para imponer multas a quienes no ofrezca el alquiler social. Con estas multas, Catalunya quizás intentará reducir el déficit fiscal —¿en un 0,01%?— o abrir una delegación exterior en Botsuana. Pero lo que seguro no podrá hacer con un chicle tan mascado y ya sin sabor, es lo que pretende hacer, por definición, cualquier parlamento: incidir verdaderamente, aunque sea de un modo tangencial, en los espacios sociales relevantes. En este caso, los de la contratación en la vida real y la judicialización en casos de impago de los alquileres.

Añadid a estas ‘rebajas’ por la puerta de atrás la espada de Damocles de un 155 que, suspendido de un hilo muy delgado, puede precipitarse y descabezar lo que haga falta, cuando haga falta —así lo ha validado el propio Tribunal Constitucional a raíz del ‘procés’—: la fotografía que obtendremos será, más que la de un Estado de las Autonomías, la de un Estado de las Gestorías... ¡y gracias!