Durante décadas millones de niños y niñas del sistema educativo español fueron adoctrinados en el falso mito de la España visigótica: la génesis de la unidad española resumida en la terrible lista de los reyes godos. Tres docenas de nombres imposibles que las criaturas estaban obligadas a memorizar bajo pena de sufrir el rigor disciplinario de un sistema violentamente adoctrinador. La historia nos muestra que en las centurias del 500 y del 600 la Península era un mosaico de dominios semiindependientes, y que los visigodos y la construcción de la unidad española son dos fenómenos que tienen la misma relación que el tocino y la velocidad. La unificación visigótica hispánica no existió nunca. El reino visigodo era un gran contenedor de lenguas, culturas, etnias y religiones que no tuvo nunca un proyecto claro de unidad política. El reino visigótico no consiguió nunca incorporar a los territorios vascos. Y la dominación sobre la actual Galicia y el norte de Portugal fue tibia y tardía.
¿Quiénes eran los visigodos?
Otro falso mito, reiterado con una insistencia obsesivamente enfermiza, es el que explica el fin caótico del Imperio romano, y lo presenta como una etapa de desorden y pillaje que se resolvió, felizmente, con la llegada de los godos –la versión medieval del partido de orden–. Nada más lejos de la realidad. La desintegración del Imperio se explica por las malas relaciones entre las oligarquías provinciales y el poder central, con el argumento recurrente de la caja de los impuestos. Mantener a un millón de legionarios y pagar los excesos desmesurados de emperadores y de senadores enervaba a las oligarquías provinciales. La desintegración del Imperio no fue nada más que una transferencia no pactada de poder, a la brava. Una epidemia de DUI que se extendió como la peste. El único mérito de los visigodos –que ya vivían bajo las mamas de la loba capitolina– fue el de adquirir un papel destacado en este proceso. Se convirtieron en la casta militar de las provincias hispánicas independizadas.
¿Cómo alcanzaron el poder?
Ser la casta militar en una sociedad que rendía culto a la violencia no era una cuestión anodina. Los visigodos asumieron el papel de policía y de ejército al servicio de los intereses de las oligarquías latifundistas provinciales –en aquel momento independientes– que se reservaban el poder económico y religioso. Un rol que les valió para asumir también cuotas de poder político. Este descenso a la arena política no estuvo exento de tensiones. El pacto obligado entre el poder de la fuerza y el del dinero –la comunión que perpetúa en el poder a las clases extractivas– se hizo visible con la aparición de la monarquía visigótica. La horrible lista de los reyes godos. Primero, con capital en Toulouse, después en Barcelona y finalmente en Toledo. Un detalle importante a retener. Un pintoresco viaje cortesano hacia el soleado sur que revela la existencia de tórridas redes de pactos con las oligarquías latifundistas galoromanas, primero; iberoromanas, después, y beticoromanas, finalmente.
¿Cómo se expandieron?
Los visigodos eran una minoría ruidosa. Se calcula que –en el conjunto de la península Ibérica– no fueron nunca más de 200.000. Muy pocos, comparativamente a la estimación aproximada de 5 millones de hispanoromanos. La proporción era de uno a veinticinco. Y en la Tarraconense esta relación era, todavía, más desproporcionada. En aquellos siglos oscuros –por la escasez de información– la población peninsular ya tenía preferencia por la costa. Y sabemos que se concentraba en la periferia y en los valles del Ebro y del Guadalquivir. Los visigodos –que tenían en la ganadería extensiva su fuente complementaria de ingresos– se establecieron allí donde podían campar más a sus anchas, y fueron –en buena parte– al centro peninsular. En la Tarraconense al tradicional culto a las armas se le añadió una singular seducción y genuina inclinación hacia los modelos de las oligarquías autóctonas, y se convirtieron en latifundistas agrarios.
Los visigodos en Catalunya
Tarraco ya no era aquella gran ciudad de las centurias del 100 y del 200. Había perdido la mitad de los 30.000 habitantes de su punta de población, cuando era la megápolis peninsular, pero mantenía el tipo, y una tensa rivalidad con Híspalis (la actual Sevilla) y con Emérita (la actual Mérida) para dirimir la capitalidad económica de los confines más occidentales del antiguo Imperio. En Tarraco las oligarquías –el resultado del mestizaje interesado entre visigodos e iberoromanos– mantenían una constante guerra sorda con las del sur, también, por el reparto de las parcelas de poder en la corte de Toledo. Un campo de batalla permanente con decoración palatina donde los trágicos golpes de estado y los dramáticos magnicidios eran el pan nuestro de cada día. La eterna lucha norte contra sur. Este detalle es muy revelador. Explica que las tensiones entre el norte y el sur tienen un origen que va mucho más allá de los congresos del socialismo español contemporáneo. Se remontan, por lo menos, a las centurias del 500 y del 600.
El precio del poder
A pesar de lo que pueda parecer, los visigodos salieron baratísimos, para las oligarquías posromanas, por descontado. A diferencia de las legiones, no cargaban la cuenta del erario público, que quería decir el bolsillo de los ricos. Con el rol que ejercían ya se los daba por retribuidos. En la Tarraconense habían parado y deshecho la amenaza de la bagauda, una rebelión de esclavos fugitivos convertida en un ejército de desclasados que se dedicaban a calcinar grandes propiedades y a empalar a sus dueños. Al estilo de Espartaco pero con menos glamur –que quiere decir épica– y con más violencia. Los visigodos salvaron a Tarraco y a sus ricas élites, y en su misión –que oscilaba entre la defensa y la represión– también incluyeron las expediciones de pillaje de vascos y de francos. Una suma de méritos que los convirtió, en la Tarraconense, en un corpus social prestigiado e influyente. A diferencia de lo que pasaba en Sevilla o en Mérida, donde eran la extensión del escenario de violencia de la corte toledana.
El precio del conflicto
Estas perspectivas diferenciadas acabaron por crear una fractura irreparable entre la familia visigoda, que quiere decir, en definitiva, entre las oligarquías dominantes. El nordeste contra el suroeste. Y Tarragona, Barcelona y Narbona –las grandes ciudades del territorio– plantaron a Toledo. Hacia mediados del 600 hubo un intento de crear un reino independiente, que comprendía los territorios de las actuales Catalunya, Aragón y Languedoc: la Septimania, que quedó en nada. El inmediato desembarco musulmán (711), pero, vino motivado por estas desavenencias. Los de Tariq llegaban como mercenarios de la facción de la Septimania –la de aquí, para entendernos–, que se movía entre el proyecto independentista y la ambición de asaltar la corte toledana. La inesperada victoria islámica alteró el proyecto inicial. Y Tariq no se conformó con su papel de comparsa. Entonces los de la Septimania se replegaron en sus dominios, y le declararon la guerra a la media luna invasora.
El estado gótico catalán
En aquel contexto surge una figura destacada. El conde Ardón, que algunas fuentes citan como Dodó. El tal Dodó organizó la defensa y –en nombre de la cruz y de la religión– llamó a los francos. El abuelo de Carlomagno –Carlos Martel– le ofreció el trato del diablo: ayuda militar a cambio de pasar a gravitar en la órbita política de los francos. La Septimania no resistió la primera embestida musulmana, pero poco tiempo después –durante la centuria del 700– los ejércitos combinados franco-septimanos comandados por las élites militares del territorio impulsaban las empresas militares que llevaron a la recuperación de Carcasona, Narbona, Girona y Barcelona. Los sucesores de Dodó –cómodos como se sentían con los nuevos patrones– también participaron activamente en las intrigas palatinas de Aquisgrán –el París de los francos–. De esta forma se establecía el punto de inicio que explica el origen inequívocamente franco del proceso de construcción nacional de Catalunya. Des de Dodó a Bernado de Gothia hasta llegar a Wifredo el Velloso.