Ada Colau quería que la Copa América en Barcelona fuera la mejor de la historia. Con abrigo largo y ademán satisfecho, la primavera del año 2022 se colocaba bien el pelo antes de figurar en la fotografía de la presentación oficial del acontecimiento, aguantando la copa. Explicaba que Barcelona se volcaría y se implicaría "en sentido amplio" y que se facilitaría con todos los servicios de la ciudad la celebración del acontecimiento para que fuera un éxito. Dos años antes de la celebración del acontecimiento, pues, todo hacía pensar que en los Comuns —igual que en ERC— la Copa América no solo era vista con buenos ojos, sino que era vista como un acontecimiento necesario para la ciudad. "¿Necesario para qué?", podríamos preguntarnos. Da la sensación que los últimos dos gobiernos de la ciudad han trabajado sobre la idea de que a Barcelona le hace falta más promoción. Que quizás sí que Barcelona tiene un problema de monocultivo turístico, pero que dejar pasar o no la oportunidad de un macroacontecimiento no tendría ningún impacto determinante. Que hay que acogerlo aunque la promoción siempre deba ser del mismo tipo, y que la Barcelona del "no a todo" es cosa de renegados. Se tiene que tener la autoestima barcelonesa muy baja —y una perspectiva histórica y política de la ciudad bajo mínimos— para pensar que en la ciudad le "hace" falta nada de todo eso.
Los antecedentes de la Copa América ya eran nefastos. A finales del año 2021, el Ayuntamiento de Valencia tuvo que pagar seis millones de euros de deuda acumulada y el año 2022 tuvo que abonar seis millones más para liquidar la factura del todo, que en total fue de 370 millones. Digamos que la cosa, de entrada, ya no pintaba muy bien. En el caso de Barcelona, la UPF hizo un estudio estimando que el acontecimiento dejaría 1.200 millones de euros en la ciudad. De momento, la administración pública de nuestro país ya ha tenido que subvencionar la Copa América con 70 millones de euros, todo eso mientras los datos del retorno económico real que tiene para la ciudad todavía no los sabe nadie. Hay que asumir —porque la opción contraria sería todavía peor— que Ada Colau era en la fotografía de la presentación de 2022 consciente de los riesgos que comportaba no oponerse al acontecimiento y que, a pesar de eso, extendió la alfombra roja. Los antecedentes eran los que eran y el modelo turístico era exactamente el mismo que es hoy, y a los Comuns, en aquel momento al frente del Ayuntamiento de Barcelona, les pareció bien. Para acabar de remacharlo, el fantasma del falseamiento de los datos de audiencia se cierne sobre el trofeo.
Los Comuns están con un pie dentro y un pie a fuera de todas partes: les sirve para no responsabilizarse cuando van mal datos, para decir que no han tenido nada que hacer porque el sistema siempre es más fuerte, y para no marcar nunca la diferencia
Los Comuns dicen ahora que la Copa América "es una estafa" y que no se puede repetir. Fue Janet Sanz, de hecho, quien dijo que la Copa América "Es una estafa para la ciudadanía, es un proyecto que no se puede repetir". Ada Colau había explicado unos días antes que le daba rabia ver "en qué ha derivado". Son unas declaraciones que perjudican a su partido en cualquiera de los casos. Si sabían los riesgos que implicaba acoger el acontecimiento y, por un cálculo coste-beneficio de las consecuencias de enfrentarsea este formalmente decidieron no oponerse, la estafa son ellos. Si no lo sabían, si no se tomaron la molestia —estando al frente del Ayuntamiento de Barcelona— de estudiarlo lo suficiente, de no fiarse de los estudios de impacto económico y de entender la responsabilidad que tenían estando en el gobierno del consistorio, la estafa también son ellos. Salir a sacudirte las pulgas de encima en nombre de la buena voluntad y la inocencia sin entonar ni un solo mea culpa, en política, no es nunca una buena idea. Denunciarlo en términos de "estafa", tampoco: si eres el estafador, eres un cínico sin escrúpulos. Si eres el estafado, eres un incompetente que se hace la víctima.
Por suerte o por desgracia, la hipocresía de los Comuns ya empieza a ser un clásico para quien tiene ojos para ver. Lo es con respecto al eje nacional, porque tras el discurso de la democracia y de la plurinacionalidad siempre se esconde un españolismo furibundo al servicio de negar la minorización de la lengua y la opresión del país. Lo es en términos de políticas sociales: sin ir muy lejos, los Comuns dejaron caer el gobierno de Aragonès con la excusa del Hard Rock y han investido a Salvador Illa, que también está a favor del proyecto. En ambos casos, hacer de muleta del PSOE para recoger los votos de los modernitos en coche escoba y traerlos al partido matriz tiene por consecuencia ser siempre el traidor de turno. La guinda es erigirte en combatiente contra la Catalunya convergente y acabar facilitando un gobierno en que Ramon Espadaler es conseller. Los Comuns están con un pie dentro y un pie a fuera de todas partes: les sirve para no responsabilizarse cuando van mal las cosas, para decir que no han tenido nada que hacer porque el sistema siempre es más fuerte, y para no marcar nunca la diferencia. Después de ocho años de los Comuns en el ayuntamiento, Barcelona no es la ciudad que prometieron que sería y en eso —igual que en la engañifa de la Copa América—, tenemos que asumir que tampoco tienen ni una migaja de culpa.