Que un político sobreactúe es tan viejo como la política misma. Lo hacen todos. Cuando están en la oposición para indignarse y cuando están en el Gobierno para convertir la acción más banal en un alarde de grandilocuencia. En la vida pública todo se mueve entre la denuncia escandalizada y el autobombo. El colmo de la teatralización llega cuando uno imposta el gesto, hace que lo retraten y, luego, lo distribuye a los medios de comunicación con afán de que la imagen dé la vuelta a España.
Ha pasado. Lo ha hecho Albert Rivera con intención de mostrar al mundo que nadie como él desprecia y exhibe más firmeza con los independentistas. Esa imagen que mezcla por igual frialdad y altanería ante el paso de los políticos presos por el escaño del líder de Ciudadanos es tan brutalmente exagerada que el sentido de su mensaje empequeñece al protagonista y le convierte en el campeón de la sobreactuación parlamentaria. Mucho más cuando unas filas más atrás su compañera y “amiga” Inés Arrimadas saludó con dos besos a los que llegaron al pleno directamente desde el trullo.
Rivera va tan deprisa en su carrera por hacerse con el liderazgo de la derecha-derecha que corre el riesgo de descarrilar en la primera curva
La cortesía no está reñida con la discrepancia. Y la número dos de Ciudadanos dio ejemplo de ello porque del mismo modo que no se puede colegir de un “ya hablaremos” que el presidente del Gobierno prepare el terreno para ningún indulto, de los besos de Arrimadas nadie podrá interpretar que haya sido abducida por el independentismo o renunciado a combatir sus ideas con firmeza.
Rivera va tan deprisa en su carrera por hacerse con el liderazgo de la derecha-derecha que corre el riesgo de descarrilar en la primera curva, que puede llegar este mismo domingo tanto si Pablo Casado se estrella otra vez en las urnas como si sobrevive al ciclón electoral. Esté quien esté al frente del timón de la calle Génova, después del 26-M los naranjas seguirán en el Congreso con 57 escaños. Ni uno más ni uno menos. Así será durante cuatro años largos que a Rivera, tercero en el orden que impone la liturgia parlamentaria, le parecerán aún más largos. Si además, por motivos distintos, el PP y el PSOE han decidido convertir al líder naranja en el centro de la diana de la crítica, las posibilidades de acordar con alguien una simple moción parlamentaria quedan reducidas a Podemos o los nacionalistas. No parece que vaya a ser lo uno ni lo otro. Y, cuando acabe el tiempo electoral del teatro y las luces se apaguen, queda la soledad y hasta la irrelevancia.
Y es que en un fracturado mapa de partidos que no lograrán por sí solos la mayoría en mucho tiempo, la obra a representar será una batalla sin piedad en la que los papeles no los reparte uno mismo, sino que emana de los votos y los escaños obtenidos. Y en este panorama, Rivera es un secundario, aunque pose bonito.