Alguien dijo un día que algo se había perdido en la historia reciente de la socialdemocracia para que el asturiano Javier Fernández se hubiera convertido en referente moral e intelectual del PSOE. Estaba en lo cierto. Vivía en la ignorancia.
Desde que se fue Felipe González no ha habido un liderazgo nacido de forma natural en ese partido. El de todos los secretarios generales emergió desde la conspiración de un cuarto oscuro y por intereses inconfesables de unos y de otros. El de Almunia porque había que frenar a Borrell; el de Zapatero porque había que pararle los pies a Bono; el de Rubalcaba para que no avanzara Chacón y el de Sánchez porque había que apartar a Madina.
Demasiado odio, demasiadas heridas y siempre puestas las luces cortas en una organización más preocupada por sus rencillas internas que por las señales de alarma que la sociedad emitía contra una partitocracia pendiente siempre de lo suyo.
La llegada de Sánchez al liderazgo del PSOE fue consecuencia de una más de las conspiraciones palaciegas de los socialistas. Quienes le eligieron pensando que sería manejable apenas le conocían. Pronto despuntó por su arrogancia, su osadía y su inmensa capacidad para dañar a propios y a extraños. Lo mismo le daba cargar contra Felipe González, que enmendar a Zapatero, que cargar contra un secretario general, que poner en riesgo la estabilidad del sistema.
Hubo ocasiones y razones poderosas para echarle antes y con otros modos, pero unas veces por responsabilidad, otras por cálculos electorales y alguna por intereses personales, todas las operaciones para sacarle de la secretaría general se aplazaron hasta que el pasado sábado el máximo órgano entre partidos decidió extirpar el cáncer ante el riesgo cierto de escisión. Para la operación no se usó el bisturí, sino el cuchillo de carnicero. Demasiado tarde para la esgrima. Lo que mal empieza, mal acaba, y el estreno de Sánchez había sido tan infausto como lo fue su ocaso.
No es tiempo ya de retrovisores, sino de luces largas. Y esas son las que ha empezado a poner Javier Fernández, el elegido por el PSOE para presidir la gestora que dirigirá el partido hasta su próximo congreso. Alguien que en su primera comparecencia pública en la escena nacional arranca con una petición de perdón a los ciudadanos; alguien que se avergüenza del bochornoso espectáculo ofrecido en la batalla campal que se vivió en la calle Ferraz; alguien que reconoce que los socialistas se han ganado a pulso la pérdida de confianza de los ciudadanos; alguien ajeno a las batallas orgánicas; alguien que antepone la marca a las personas; alguien que de verdad desea bajar la temperatura del incendio interior que ha consumido a los socialistas…
El asturiano es algo más que eso. Es un socialista de convicciones profundas y mirada limpia que lamenta de veras la sangría emocional en la que se encuentra el PSOE. Que nadie se confunda. Ni es un mandado de Susana Díaz ni ha llegado a Madrid para saldar cuentas y participar en las batallas cainitas que tanto entretienen a quienes auparon Sánchez y dos años después celebraron su muerte política.
Fernández es un soplo de modestia y humildad en medio de la hoguera de vanidades del socialismo de los últimos tiempos, en lo que más puntúa es en la consigna y la simplificación. Miren su rostro. En él lleva tatuado el dolor y el bochorno por lo ocurrido en los últimos días, pero también la duda de qué será lo mejor para recuperar la fortaleza perdida.
Él cree que hay que evitar unas terceras elecciones porque serían un boquete irreparable a una democracia que en estos momentos da síntomas inequívocos de fragilidad y porque darían una mayoría absoluta a la derecha de la que el PSOE sería responsable. Pero eso no le impide escuchar a quienes hoy en su partido están cerrados en banda a una abstención pactada y prefieren afrontar, pese a los riesgos indudables, las consecuencias de lo que dicten las urnas.
Si el PSOE facilita en las próximas dos semanas una investidura de Rajoy, la narrativa del caído prenderá también en el electorado
Sánchez ha impuesto su devastador relato entre las bases. Y si el PSOE facilita en las próximas dos semanas una investidura de Rajoy, la narrativa del caído prenderá también en el electorado. Y entonces habrán ganado quienes pasaron de las plazas al Parlamento con la narrativa de que PP y PSOE se han conchabado para una nueva entrega del “turnismo”.
La elección no es fácil. La abstención tiene un precio incalculable para la izquierda tradicional de España. Pero el de las elecciones no será menor.
Al menos, en este cruce de caminos, al frente del PSOE hay alguien que jamás tuvo aspiraciones orgánicas, que piensa en largo, que nunca ha estado en batallas internas, que respeta y escucha… Y eso ya es mucho. Por eso lo han elegido. Porque no decidirá nada que no salga del acuerdo y porque sea cual sea la decisión, nadie como él para hacer la necesaria pedagogía.