Para los que trabajamos en el ABC de los noventa, Santiago Martín no es el cura de Cuatro Caminos, ni el predicador católico de TVE, ni el sacerdote ultra que ha señalado a Ada Colau como cooperadora necesaria del criminal atentado de La Rambla por no instalar bolardos en las zonas de especial afluencia turística.
Santiago Martín era el jefe de sección de Religión del diario que en aquellos años dirigía Luis María Anson.
Mentiría si dijera que era un buen compañero. Y faltaría aún más a la verdad si hablara de su brillantez periodística. Su inmensa capacidad para la intriga, el enredo y el chisme hicieron de él uno de los personajes más poliédricos, repelentes y abyectos de aquella redacción donde lo habitual eran buenos periodistas y mejores personas.
Jamás se le oyó una buena palabra de nadie ni se vio por encima de su alzacuello un buen gesto, salvo para ganarse el favor de quienes aparecían en la mancheta del diario o él intuía que estaban a punto de asomarse a ella.
El arzobispado de Madrid se ha desmarcado de las palabras del párroco Santiago Martín, pero no le ha apartado de sus funciones pastorales por practicar lo mismo que han condenado de los terroristas: generar miedo y odio
Nunca asistí a una misa oficiada por él y, de no haber sido por su vergonzante sermón sobre los atentados de Barcelona, jamás me hubiera atrevido a juzgar su labor como sacerdote. Sinceramente, tampoco es necesario que lo haga porque España entera ha sabido de su profundo sentido del cristianismo, de su amor al prójimo, de su misericordia y de sus dotes para predicar la paz y la concordia. Al menos el arzobispado de Madrid se ha apresurado a desmarcarse de las palabras del párroco, si bien no le ha apartado de sus funciones pastorales por practicar exactamente lo mismo que han condenado de los terroristas: generar miedo y odio.
Escuchar al cura Martín desde el púlpito de una iglesia culpar de los atentados a las “comunistas radicales” Colau y Carmena y arengar a sus feligreses a que denuncien a sendas alcaldesas por “cooperación” en los ataques terroristas produce tanto pavor como indignación y bochorno, pero sobre todo demuestra que el mal no descansa y la estupidez, tampoco.
España está de luto; los terroristas han asesinado a 15 personas; han dejado más de un centenar de heridos; los Mossos han desarticulado en tiempo récord la célula asesina que inicialmente pretendía volar la Sagrada Familia; los gobiernos de Madrid y Cataluña se han esforzado como nunca en no hacer explícita la desconfianza que les separa; nadie ha echado a nadie la culpa de los muertos como ocurrió en el 11-M; la compostura oficial ha sido impecable, más allá de las estridencias de los hombres, mujeres y viceversa de las CUP…
Pero en esta España nuestra siempre hay un mastuerzo de guardia dispuesto a sembrar cizaña y demostrar que la mezquindad no tiene límites y que, también, se practica en nombre de un ser superior que unos llaman Jesucristo y otros, Alá. No hay fanatismo bueno y si estamos a favor de que se controle a los imanes de las mezquitas para que no sigan engendrando lo peor del islam, alguien debería impedir que desde los púlpitos de algunas iglesias católicas se predique con tanta soltura la inquina y la abominación.