Si hubiera ganado, la victoria sería suya, pero como fue literalmente barrida por Pedro Sánchez en todos los territorios, menos en Andalucía, Susana Díaz ya ha encontrado culpables para su derrota: los barones no se movilizaron como prometieron.
No hay mayor calumnia. Los secretarios generales que apoyaban a la de Triana se patearon agrupación por agrupación sus territorios con un relato en el que, a juzgar por los resultados de las primarias, no convenció a la militancia. Había más de “anti” que de “pro” porque es cierto que ninguno de ellos veía en Díaz la quintaesencia del socialismo ni la solución definitiva a los problemas del PSOE. Se puso más empeño en evitar el regreso de Sánchez que en convencer de las aptitudes de la de Sevilla, en realidad porque pocos –con la excepción de Zapatero– creían en ellas.
Sánchez pudo cometer errores y sumar dos derrotas electorales históricas, pero la coherencia con la que entregó su acta de diputado para no tener que votar la abstención a Rajoy más la leyenda de “víctima” del establishment por no someterse a las consignas de los despachos del poder político, empresarial y mediático pesaron mucho más que cualquier torticera maniobra o exhibición de músculo orgánico. La leyenda de una dirigente ambiciosa, maniobrera, soberbia y desestabilizadora acompañará a Susana Díaz para el resto de sus días. Para la historia quedarán todos aquellos con más capital político y mayor altura intelectual que ella y que, sin embargo, ligaron su futuro, no a la victoria de Díaz, sino a la derrota de Sánchez.
Ninguno quiso enterarse de que la política ha cambiado tanto como el mundo; que en Francia se hundieron los partidos hegemónicos; que el ascenso de Macron era un síntoma igual que el hundimiento del laborismo británico o la irrelevancia en la que han quedado las socialdemocracias griega, italiana y holandesa.
El drama del 21-M no es la victoria de Sánchez, como dicen sus adversarios, sino la evidente pérdida de referentes pasados y presentes del partido que en esta batalla lo han sido sólo de una parte
Hay muchas lecturas sobre la victoria de Sánchez, pero la principal es la evidente rebelión de las bases, el rechazo a un modelo de partido acostumbrado al ordeno y mando y el repudio a una organización más dada al clientelismo, el ombliguismo y la lealtad mal entendida que a la capacidad, el mérito y la construcción de un proyecto político.
El drama del 21-M no es la victoria de Sánchez, como dicen sus adversarios, sino la evidente pérdida de referentes pasados y presentes del partido que en esta batalla lo han sido sólo de una parte. González, Guerra, Zapatero y Rubalcaba, por citar algunos ejemplos, han quedado descalificados. Ellos ya están, en todo caso, en retirada. La desventura es para quienes prometieron incluso entregar el carné de socialista si ganaba Sánchez, y ahí siguen y seguirán calentando el escaño.
Hay otros que también renegaron de Sánchez, pero que ya se mueven para congraciarse con el nuevo secretario general. Ya saben que la coherencia en el PSOE es tan escasa como la imprescindible grandeza y generosidad que requiere un momento tan crítico como el actual.
Nadie sabe cómo será este segundo mandato de Sánchez, si ha madurado o no, si ha tomado sincera nota de los errores, si está dispuesto a reconstruir con los barones, pero esta vez habrá que pedir al menos que le concedan los 100 días de gracia que Díaz le negó en 2014. La presidenta de Andalucía está, sin duda, ya deslegitimada para según que empeños y alguien debería exigirla lo que nadie se atrevió a plantearle en otros tiempos, esto es que no arriesgue la primacía del socialismo andaluz y se dedique a gobernar para los andaluces.