Si jamás el independentismo quiere volver a intentar un embate con España y, todavía más, ganarlo, el primer estado que hay que cambiar es el estado de ánimo. Los objetivos (vitales, políticos, económicos) solo se pueden alcanzar si uno cree que lo puede hacer. Y una vez asumido eso, se podrá establecer una estrategia para llegar a ellos. Después de una operación de rodilla, la primera cosa que le dicen a los pacientes de traumatología que quieren volver a andar es que tienen que creer que podrán volver a andar. Y también se les aconseja que para volver a andar como antes lo que tienen que hacer es empezar ya a andar, ni que sea un paso cada día.

De manera absolutamente lógica y humana, el independentismo ha vivido siete años de frustración, de enfado, de rabia, de incomprensión y de desorientación. Y estas emociones se han traducido en reproches, pugnas internas, desconexión y, finalmente, una sensación de derrotismo próxima a la rendición. Y de todo, lo único irreversible y definitivo es precisamente la retirada. Como en todos y cada uno de mis artículos, hablo siempre en términos generales; seguro que habrá alguien que dirá que él o ella sí que ha estado al pie del cañón, que no ha fallado a ninguna contienda y que no ha perdido la esperanza. De acuerdo, lo celebro, pero estoy seguro de que incluso esta persona coincide en que el estado de ánimo general es el que he descrito antes.

No se podrá reanudar ningún nuevo procés hasta que no haya acabado el luto

Sea como sea, cuando se acabó el procés empezó otro, el de luto. Y hasta que este no haya acabado no se podrá reprender ninguno nuevo, se llame como se llame. Un inciso aquí: aunque el procés no consiguiera su objetivo final, tampoco resulta muy útil lanzarlo todo a la papelera de la Historia. Es más, serviría, y mucho, extraer los aprendizajes correspondientes y establecer cuáles fueron los puntos fuertes (para repetirlos) y los débiles (para evitarlos en adelante). Entre los puntos fuertes destaco, por ejemplo, la capacidad didáctica que tuvo el independentismo para exponer los motivos por los que a los ciudadanos de Catalunya les irían mejor las cosas si fuera un Estado independiente que no seguir dependiendo de España. Nunca como aquellos años creció de manera tan exponencial el número de independentistas. De hecho, a pesar de todos los pesares, nunca se ha vuelto a estar por debajo de aquel 2010.

Entre otras cosas porque los motivos continúan intactos: déficit fiscal, déficit político y déficit de infraestructuras. Es decir, cada año (últimos datos, 2021) los ciudadanos de Catalunya pagan 75.000 millones de euros en impuestos, y en inversiones y servicios reciben 53.000 millones. Estos 22.0000 millones de euros que se marchan y nunca vuelven (año tras año, no solo una vez) suponen un lastre para la economía catalana de entre el 8 y el 10% del PIB, un hachazo que ninguna economía que quiera emerger puede soportar. Si somos 8 millones de catalanes, estos 22.000 millones de euros salen a 2.750 euros por catalán y año, o lo que es lo mismo, 11.000 euros por familia de cuatro. Ya calcularéis vosotros, en forma de alimentos, de hipoteca, de alquiler, de medicamentos o de cursos universitarios, qué representa en vuestra casa esta cifra. Esto hay que explicarlo por un motivo muy sencillo y principal: básicamente porque es sistémico, no es la excepción de un año. Es crónico. Y hay otro motivo: el argumento es bastante imbatible.

La cara larga no acostumbra a ser sinónimo de revulsivo

Y al déficit fiscal se tiene que añadir el déficit político y que se resume con que Catalunya no dispone de los mecanismos de poder para decidir su propia agenda. El Parlament no tiene la última palabra en nada que Madrid no quiera. Hay un choque institucional evidente: si hay mayoría absoluta en la cámara catalana a favor de una cuestión, la legalidad española —a pesar del disfraz de autonomía— la puede tumbar en el momento que considere oportuno vía Moncloa, vía Congreso o vía Tribunal Constitucional. Y el tercer principal déficit, mezcla de los dos primeros, es el déficit de infraestructuras. Es decir, hace años que Catalunya quiere y se merece tener una línea férrea en condiciones entre el área Metropolitana de Barcelona y la Cerdanya (cruzando todo el país por el centro). Técnicamente, podría tener el dinero y la capacidad política para decidir hacer vía doble entre Montcada y Puigcerdà. Pero ni Madrid lo ha proyectado y todavía menos invertido en ello. Y como este ejemplo podríamos encontrar a decenas con un simple repaso de la vida cotidiana de una persona.

No trabajo en el CEO y, por lo tanto, no tengo la capacidad de saber qué piensa cada uno de los catalanes, pero tengo la impresión de que en torno a estas tres cuestiones hay un consenso en, como mínimo, el diagnóstico. Y diría que hay un cuarto que es el de querer salvar la lengua catalana. Si hay todo eso en común y la coincidencia con que hay que arreglarlo, a todo solo le hace falta —otra vez— la voluntad de hacerlo. Es verdad que cuando se esté en disposición de declarar la independencia hará falta tener previstas algunas estructuras de Estado, pero la primera de ellas es la de tener un nuevo estado de ánimo. Y la cara larga no acostumbra a ser sinónimo de revulsivo. Más bien al contrario, a la revuelta de las sonrisas le conviene recuperar la sonrisa si nunca quiere recuperar la revuelta.