Los cimientos de Europa empezaron a sustentarse en el resultado de la Segunda Guerra Mundial. De esos seis países que la habían creado en 1951 se llegó a los 28 en el año 2013 (con la última ampliación y la entrada de Croacia como nuevo estado miembro). Ahora, sin embargo, son 27, una vez consumado el Brexit y la salida de Gran Bretaña (2020). Durante el recorrido político del Viejo Continente, hemos ido saltando de tratado en tratado: del embrionario e ilusionante Tratado de París (1952), al de urgencia y refundación de Lisboa (2007) —tras la fallida ratificación de la Constitución europea—, pasando entremedio por el constitutivo e internacionalizador Tratado de Roma (1957) —que creaba las antiguas siglas de la CEE, Comunidad Económica Europea— y por el renovador y más cooperativo de Maastricht (1992) —que hacía nacer el concepto de Unión Europea, UE, y creaba la moneda única: el euro—.
Con la voluntad de aprender de los errores y de generar una esperanza de continente unido que no volviera a caer en la trampa de una gran guerra, Alemania (entonces república federal), los Países Bajos, Luxemburgo, Bélgica, Francia e Italia emprendieron un camino de paz que ahora parece caduco. En estos dos últimos estados miembros fundadores, en los comicios de ayer ganó la extrema derecha (Le Pen, Meloni) y en los dos primeros (Alemania y los Países Bajos) los ultraconservadores se han erigido en segunda fuerza. Estos resultados, sumados a la victoria global de los populares europeos, nos pillan con el pie cambiado y marcan el paso con la pierna derecha. Populismo e ignorancia es una mala combinación, pero populismo y mala fe es una fórmula todavía más nefasta. Solo los países nórdicos son un pequeño pulmón, con buenos resultados para los partidos verdes y la izquierda radical, y también varias manchas encarnadas socialistas dispersas por el mapa, intentan llevar tímidamente la contraria a una realidad azulada en todas sus tonalidades.
Desde ese desembarque de Normandía, Europa se ha hecho grande, más en términos de vejez que de grandeza
Este auge de la extrema derecha pone en peligro los derechos de las mujeres, de la comunidad LGTBI, el apoyo a Ucrania, la agenda ecologista o la reforma migratoria. Con su discurso machista, misógino, xenófobo, antirracial, negacionista y populista, quizás no podrán gobernar, pero sí presionar e influir. La feliz hecatombe de Ciudadanos se la han comido entre el PP y el agitador ultra Alvise Pérez, con su nuevo y estrafalario partido: 'Se acabó la fiesta'. Esta deriva y la alta abstención generalizada podrían deberse a que, de un tiempo a esta parte, las formaciones políticas han entrado en un importante descrédito. Muchos de los partidos se alinean con los poderes fácticos antes que con el pueblo y al votante se le hace difícil discernir quién mueve los hilos más arriba de los títeres, de los mítines y las siglas.
En Catalunya, la participación ha caído 17 puntos y se sitúa en poco más del 43%. Esta elevada abstención (casi del 57%), sumada a una mala gestión de victorias anteriores y a disputas internas, ha hecho que el independentismo haya perdido alguna sábana más que en los recientes comicios. Tocará hacer una nueva colada y lavar mejor la ropa. El lastre de cuatro elecciones seguidas en un año tampoco habrá ayudado mucho. Hoy mismo, lunes, se conocerá el nombre del nuevo president o presidenta del Parlament de Catalunya y la composición de la Mesa. Las fuerzas independentistas tienen una primera oportunidad para empezar a revertir esta desmovilización, llegar a acuerdos estratégicos y recuperar una credibilidad que le permita al nacionalismo catalán fortalecerse y transitar con dignidad una necesaria catarsis.
Desde ese desembarque de Normandía, hace ochenta años, que representó el inicio de la derrota nazi, hasta el actual desembarque figurado de la extrema derecha a los parlamentos de Bruselas y Estrasburgo, Europa se ha hecho grande, más en términos de vejez que de grandeza. Desde el mayor asalto anfibio de la historia por parte de esas tropas aliadas —convertidas en semilla de las Naciones Unidas— hasta las elecciones de ayer —las novenas de nuestra corta historia conjunta—, el Viejo Continente ha pasado de un estimulante proyecto de construcción y hermandad a una deriva incierta, con más intereses económicos que sociales, con más derecha que socialdemocracia, con más capitalismo y menos humanismo. Ojalá el catalanismo pueda, a la larga o a la corta, formar parte de la reversión de esta decepción y poner los valores de una república catalana al servicio de una Europa más justa, que, hoy, resultados en mano, es un poco más gris.