Caminaba por la isla como todas las tardes. Era uno de los propósitos que me había marcado para filtrar los pensamientos nocivos, fruto del luto por la muerte de mi hijo, y el atolón de cuatro kilómetros cuadrados era fácil de recorrer en soledad. En invierno, en Kufonisia solo viven 300 personas, y se conocen tanto, que ya se lo han dicho todo, y nadie molesta a nadie. Y mientras caminaba, vi que un coche de policía venía hacia mí y se detenía a mi lado. Yo, evidentemente, me paré a la espera de atender los requisitos de los agentes de seguridad, y uno de ellos, el que iba al volante, bajó la ventanilla y me empezó a hablar en griego mientras su compañero miraba el móvil. Le respondí en inglés para explicarle que yo no hablaba griego, y el poli se pasó al idioma de los Windsor para empezar a hacerme una lista de preguntas propias de un control de pasaportes. La simpatía no era su fuerte, pero viniendo del país en el que he nacido, tampoco la esperaba, y contesté pacientemente todas sus dudas. Un barcelonés perdido en aquella isla en medio del invierno era extraño, pero le dije que estaba instalado en el Gitonia y que había llegado a Kufonisia para escribir. No le conté de qué iba el libro, porque comprendí que no me acompañaría en el luto, ni tampoco lo quería como plañidero, y en cuanto terminé mi relato, me miró con la displicencia de los perdonavidas y me dijo: "aquí se viene en junio". Arrancó el coche y se fue a hacer no sé qué. En invierno, en la isla, el tiempo es relativo. Cuando volví al bungalow, encendí el ordenador y escribí una pequeña nota para incorporarla al libro cuando la narración me la reclamara: "los policías son iguales en todas partes, lo que me lleva a pensar que uno nace policía, no se hace policía". Y, evidentemente, la anécdota policial salió incorporada en El Príncipe y la muerte, el libro que publiqué un año más tarde en el grupo editorial Folch&Folch.
Lo que más me sorprendió de toda esa historia fue el temple que tuve y el miedo, seguramente irracional, de ser deportado, porque si hay algo que me caracteriza es la pérdida de papeles cuando tengo frente a mí a un miembro de los cuerpos de seguridad, ya sea de la Guardia Urbana, de los Mossos d'Esquadra, de la Guardia Civil o de la Policía Nacional. Meri, mi pareja, me dice que debería tratarlo con mi psicólogo y le contesto que ya lo he hecho y que no hay cura, consciente de que tengo las de perder ante una autoridad que, a menudo, abusa de su posición de ventaja. Y aquí radica el problema. Me considero una persona que acepta las derrotas, pero que se rebela ante los tramposos, y los cuerpos de seguridad juegan con las cartas marcadas, con el as de bastos siempre escondido bajo la manga.
La Guardia Urbana merece un capítulo aparte, se lo han ganado a pulso
Llevaba días queriendo hablar sobre el tema de los abusos cometidos por la autoridad policial, venga del cuerpo que venga, y el artículo de Antoni Bassas me ha animado a vomitar toda mi bilis hacia nuestras excelentísimas autoridades policiales, tan empáticas con un ciudadano que —pasado por el iris de los agentes— se convierte automáticamente en un potencial delincuente.
El pasado miércoles, por poner un ejemplo, iba con Meri y los niños a ver una exposición y nos topamos con un control de la Guardia Urbana. La agente, una mujer con cara de pocos amigos, me hizo señales con una luz incandescente y no entendí si quería que me parara o que pasara, o que aparcara a la izquierda, y se me acercó con cara de pocos amigos. "¡Es que no ha entendido que le decía que pasara!". Me lo dijo en castellano, evidentemente. Cabreado por el tono perdonavidas de la agente, le contesté que si lo hubiera entendido, habría hecho lo que ella ordenaba, pero que yo no había nacido enseñado, y me contestó —también en castellano, aunque yo le hablara en catalán— que eso iba en el libro del examen de conducir. Hice un cálculo mental. Me saqué el carné a los 18 años y no recuerdo el grueso de la temática. Lo que sí recuerdo es que perdí la virginidad recién traspasada la mayoría de edad, pero no se lo conté para evitar malentendidos. Como tampoco le pregunté si en el libro del buen Guardia Urbano hay un capítulo dedicado a la empatía.
Todo lo que los Mossos consiguieron con el procés, un acercamiento a la ciudadanía, se perdió con el 155, un artículo constitucional que sirvió para cambiarle el chip de la empatía al cuerpo policial para colocarle un chip al servicio de un poder judicial prevaricador. De la Policía Nacional o la Guardia Civil, poco puedo añadir: mucha prosa mamporrera y poca poesía alejandrina, mucho Torrente, el brazo tonto de la ley y poca Grândola, Villa Morena. Pero la Guardia Urbana merece un capítulo aparte. Entiendo que después del famoso Crimen de la Guardia Urbana, de Rosa Peral y Albert (con acento en la "A") y de tanta luz en la oscuridad, se sientan incómodos, pero su actitud de prepotencia no ayuda a que el ciudadano no tema por su integridad como víctima inocente de otro episodio de sociopatía por parte de cualquier agente. Se lo han ganado a pulso, convertidos en recaudadores de multas, más preocupados por poner orden en las cuentas del consistorio que por expandir la armonía en una ciudad secuestrada por los radares.
Y pensando en un título, me he acordado de una comida en casa de Raimon, uno de los mejores amigos de mis padres, y de cómo me reí cuando el cantante de Xàtiva se refirió a nuestras autoridades como 'excelentísimas atrocidades'. En el saco de las atrocidades caben autoridades políticas, judiciales y, por supuesto, policiales. Y lo que nunca he entendido es que uno sea poli por vocación, aunque el episodio vivido en Kufonisia me demuestre lo contrario. Los agentes de los cuerpos de seguridad nacen con el gen policial en la sangre, una calidad distintiva de la gente que disimula el sentido de la inferioridad con la prepotencia de los chulos.