Como si en plena ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos hubiera estallado un volcán en la montaña de Montjuïc y hubiera cubierto la ciudad de ceniza y lava, la política barcelonesa vive tan petrificada en el espejismo del 92 que todavía hoy los responsables municipales se agarran a la golosina de unas nuevas olimpiadas. Como podemos comprobar, en casi dos años de legislatura el gobierno Collboni ha intentado distraer a los barceloneses con fuegos artificiales como la Fórmula 1, la pasarela Louis Vuitton o la Copa del América y ahora, como ninguna de estas iniciativas ha sido bien recibida ni entendida por la ciudadanía (por muchos supuestos contadores de asistencia que pretendan dar por válidos), el Ayuntamiento se saca el clásico as de la manga de los socialistas en forma de propuesta olímpica. Llevan 32 años refugiándose en esta ilusión, en este hito del pasado. En el 92, Pasqual Maragall lo hizo para que Barcelona despegara, y lo consiguió. Ahora, en cambio, todas estas propuestas aparecen como argumentos de venta de la “marca Barcelona”, pero no para hacer despegar las ilusiones de la ciudadanía, sino más bien, después del procés, para hacerlas aterrizar. No, no es lo mismo.

No tengo nada en contra de los Juegos Olímpicos, ni de la Copa del América, ni siquiera contra aquellos fantasiosos Juegos Olímpicos de Invierno que ya entonces costaban de hacer tragar: de lo que se trata no es de ponerse de espaldas a los grandes eventos, sino de detectar cuándo se intenta disimular la falta de ideas sólidas y perdurables con purpurina y humo. Hablar hoy de los Juegos Olímpicos del 2036 es algo similar a la promesa de Collboni de prohibir los pisos turísticos... en el 2028, es decir, fuera de su mandato. El aspecto más grave de esta política pequeña, de comisión de fiestas, es el dinero público que se invierte: los datos aparecidos sobre la inversión pública en el evento de la Copa América harán necesarias unas explicaciones, no solo una auditoría. Es necesaria una explicación política (del PSC, de Comuns y de todos los demás partidos implicados) de por qué se presentaron unos datos, sospechadamente falsos, para justificar una inversión millonaria en un acontecimiento del que la mayoría de la gente pasa olímpicamente. Una ceremonia de “inauguración” rápidamente repleta de “catalanor”, una vez que han detectado el divorcio sentimental con los barceloneses, no lo arreglará ni podrá servir de excusa. Lo mismo ocurre con la vela, que no es un deporte elitista, pero que las inmensas ventajas fiscales hacia estos organizadores pueden hacerlo parecer. Y es que una cosa es el deporte de vela y, otra distinta, esta turbiedad reinante. No, no es lo mismo.

Barcelona necesita menos cocapitalidades (seguramente la idea olímpica nos la venderán como una candidatura conjunta con Madrid) y más centralidad propia, menos especulación y más personalidad, menos venderse y más vender

Hablamos de un evento en que las inmensas velas lucen marcas como Red Bull, Cupra, Emirates, Omega, Puig, Louis Vuitton, y que está patrocinado por corporaciones tan importantes como Coca-Cola, Movistar, Acciona o Agbar: entre todas ellas pueden organizar un evento sin tanta dependencia de la inversión pública, sin duda. Incluso la “economía azul”, que es la nueva justificación oficial de la inversión, se justifica por sí sola como apuesta económica de futuro sin necesidad de depender de un evento deportivo privado. Y, en caso de que, en efecto, se requiera inversión pública para celebrarlo, al menos esta debe estar debidamente y rigurosamente justificada, sobre todo en un contexto en que la clase media se esfuerza por seguir viviendo en la ciudad y mereciendo este nombre. No hay nada, por tanto, en contra de los grandes eventos por sí solos: es que ni los vecinos de la Barceloneta, ni los comercios, ni los establecimientos hoteleros han acabado notando el impacto anunciado. Es que ha sido de un cartón piedra escalofriante. Tan solo hemos notado la foto de un besamanos al Rey, lo cual da mucho que pensar sobre el tipo de operación política de la que se trataba. Collboni ha confundido claramente ser “business friendly” con ser “Zarzuela friendly”. No, no es lo mismo.

Barcelona puede organizar los Juegos Olímpicos que se proponga, y debe hacerlo si se ve capaz, pero la apuesta económica de Barcelona ha de basarse en otras cosas. En la industria real, en el comercio autóctono, en el conocimiento y la investigación (economía azul incluida), en la creatividad y la comunicación, y pensando sobre todo en los trabajos de alta cualificación y en la garantía de su acceso por parte de los barceloneses. Todo ello acompañado, por supuesto, de un plan rompedor y atrevido (el Ayuntamiento no necesita las promesas de Salvador Illa para hacerlo) en términos de vivienda asequible y de fomento directo de la emancipación juvenil. Como esto es difícil de lograr con un gobierno sin mayoría y sin ideas, vuelven a sacarse conejos de la chistera como en la época de Hereu con el Fòrum de les Cultures. A ver si así pueden ir disimulando la clamorosa gentrificación con el luminoso espectáculo. Colau lo hizo con el disfraz ideológico de las superilles, eludiendo los verdaderos debates de los barceloneses, y Collboni (que también estaba en el mismo equipo) intenta hacerlo con los macroeventos.

Todo ello no sería ningún problema si no fuera tan claro, tan evidente, tan obsceno el intento de restar gravedad al momento de Barcelona (y de Catalunya entera) y vestirlo de alegría y frivolidad. Barcelona necesita menos cocapitalidades (seguramente la idea olímpica nos la venderán como una candidatura conjunta con Madrid) y más centralidad propia, menos especulación y más personalidad, menos venderse y más vender. Librarse de esa obsesión por demostrar ser la más guapa, que ya lo es, y pasar a ser una ciudad digna de ser respetada y querida. No, no es lo mismo.