La pregunta es algo absurda, pero intentaré situarla en sus términos jurídicos actuales. Porque hoy el suicidio no está penado, pero sí inducir a alguien a suicidarse. Más aún, cooperar en el suicidio de una persona también es un delito, y nuestra Constitución no solo ha declarado abolida la pena de muerte, sino que además establece, con un redactado ambiguo, que “todos” tenemos derecho a la vida, alejándose de las expresiones que utiliza en otros lugares de su Título referido a los derechos y libertades, para optar por una en la que no solo las personas sino también los proyectos de persona que cualquiera necesariamente somos antes de nacer se entienden objeto de protección. En resumen, la vida humana es un valor que hay que proteger, en tanto que fundamento ontológico de la existencia de cualquier otro. Nos guste más o menos como suena, sin vida no hay derecho o libertad amparable.

La noticia que, a este respecto, nos ha llegado recientemente desde los tribunales la ha protagonizado una joven llamada Noelia, cuya vida había cambiado tras un fallido intento de suicidio que le causó una paraplejia y la condujo en esa condición a una residencia, porque sus padres, que nunca estuvieron demasiado pendientes de ella en su infancia, no podían hacerse cargo de su cuidado. Dolores, desesperación y una voluntad manifestada contundentemente de querer morir aparecen como el presupuesto de manual para la aplicación de la Ley de eutanasia vigente en España desde 2021: Los solicitantes deberán “sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante”.

Los médicos describen su situación como un calvario sin mejoras sustanciales

El debate se habría podido plantear en torno a esa extraña expresión, que aparentemente todo el mundo parece saber qué significa, pero que, sin embargo, amaga algunas trampas a las que después me referiré. Sin embargo, la demanda para que su petición de eutanasia no fuese atendida se basó en dos circunstancias abocadas al fracaso: que la chica mejoraba en su paraplejia y que no estaba en sus cabales porque en una ocasión cambió de opinión y que, por tanto, quien tenía la legitimación para decidir sobre la vida de su hija era el padre. Ninguna de ambas circunstancias parece haber quedado probada. Los médicos describen su situación como un calvario sin mejoras sustanciales y a la muchacha no se le apreció inestabilidad psicológica suficiente para ser incapacitada y depender del parecer del padre. Adelante con la eutanasia, pues, salvo que el padre recurra la sentencia y pida de nuevo, y mientras no se resuelva de forma definitiva el tema, una nueva cautelar, admisible en la medida en que no hacerlo haría inútil el recurso y su consiguiente sentencia.

Hasta aquí lo sucedido sin que nada pueda obstar a ello. Pero no nos podemos quedar en la anécdota, ni creer que cualquiera de quienes se manifiestan en favor de lo que llaman el “derecho a una muerte digna” están hablando de casos extremos como el de Noelia, ni olvidar que somos parte de la exigua minoría de países que han legalizado la eutanasia, ni obviar en este ámbito el debate que existe en tantas otras materias sobre lo que es el consentimiento informado. Y esto último es quizás lo más importante, porque si no tenemos cabal idea de lo que significa ese morir del que nadie nos puede contar nada porque de la muerte no se vuelve, resulta que un médico le puede dar a quien lo pida el fármaco que le quite la vida sin que eso sea cooperación al suicidio, y en los casos en los que el sujeto solicitante no se atreva a suicidarse o no pueda, el facultativo que sí lo haga no es asesino, ni siquiera homicida. No me negarán que la puerta que se abre a una interpretación ad hoc de la expresión “sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante” permite también plantearse los recovecos que para el fraude de ley pueda darse en un espacio como este, que no tiene vuelta atrás, como no lo tiene el error judicial en una sentencia de muerte.

No soy nadie para juzgar a otros y sus decisiones, pero me planteo a menudo qué cambio radical se produce en una civilización que dice haberse alejado de aquellos entornos, tan numerosos en el mundo, en los que la vida no vale nada, para acabar diciendo que efectivamente la vida no valdrá nada, si el individuo particular lo decide. Porque ¿quién no nos asegura que mañana, como ya sucede en Suiza, no se pueda decidir simplemente que queremos que el Estado nos elimine sin tener que esgrimir justificación alguna? ¿Y quién dice que tras ese salto argumentativo no vendrá otro en que sea el mismo Estado el que decida que, a partir de cierta edad, nuestra vida vale poco? Al fin y al cabo, eso es lo que se ha echado en cara a la presidenta Ayuso, cuando decidió que desde cierta edad o grado de dependencia ya no tenía sentido derivar pacientes de COVID desde las residencias a los hospitales. Vamos, que todo dependerá de lo que queramos y no del valor esencial de los bienes en juego; lo curioso es que lo defiendan precisamente quienes a cada rato nos recuerdan que la libertad no existe cuando no tienes los medios para optar. Como los enfermos de ELA, que tras tres años de la Ley que prometía dar cobertura económica a sus últimos y dolientes años de existencia, o se han muerto esperando o estarán ya tirando la toalla pidiendo al Estado que les mate para dejar de entorpecer la vida de los seres que más quieren.

La secuencia es más que obvia: primero le dicen a Noelia que puede pedir que acaben con ella; luego ofrecen a quien es viejo o no puede valerse por sí mismo que ante tan indigna vida puede optar por pedirlo y así liberar a su entorno, y finalmente se dicta la ley que, en aras al interés general, considera necesario acabar con quienes suponen para el Estado un gasto inútil e innecesario. Sí, ya sé que esto último por ahora solo lo hemos visto en la ciencia ficción, pero, una vez que empiezas a escribir negro sobre blanco en términos legales sobre lo que claramente es una cultura de la muerte, es difícil encontrar el freno. Es lo que tiene la ética utilitarista. Será muy útil, pero acaba siendo muy poco ética.