El pensador político británico Edmund Burke explicaba que "si no nos valemos de los estudios anteriores que otros hombres considerados inteligentes y eruditos han llevado a cabo, siempre seremos principiantes". Sobre qué significa, qué implica y qué consecuencias políticas tiene que tener el honor, se ha escrito en diferentes momentos históricos y desde diferentes prismas éticos, estéticos y teóricos. El honor como calidad moral virtuosa ha estructurado sociedades, sistemas políticos y jurídicos, castas y doctrinas religiosas. Desde la antigüedad clásica grecorromana hasta los pueblos germánicos, del feudalismo europeo al Antiguo Régimen y la justificación moral de nobleza. En el siglo XVIII, entre los filósofos británicos, el concepto de honor se abordaba desde dos escuelas de pensamiento contrapuestas en función de si el honor hacía raíces en el egoísmo o en la virtud. Un par de siglos atrás, Thomas Hobbes lo había considerado un medio para legitimar el autoengrandecimiento (self-aggrandizement). El neerlandés Bernard Mandeville había criticado el honor como fin desvinculado de la salvación: al hombre que se guiaba por honor lo ponía por encima de las leyes de Dios y las leyes de su país. El irlandés Francis Hutcheson llegó a la conclusión de que el amor al honor podría ser egoísta, pero amarlo también presuponía una virtud desinteresada, porque "el honor, al fin y al cabo, es la opinión que los otros tienen sobre nuestras buenas acciones".
Hoy el honor se utiliza como herramienta para recoger las escurriduras del sistema democrático liberal y sacar rédito de seguir erosionándolo
Hoy, quien más se sirve del término en la arena política, quien hace uso de él para rellenar su imaginario, es la extrema derecha. Si el honor se puede llenar de todo aquello que es bueno —de virtud, de méritos, de sentido del deber, de heroicidad— y también de aquello que no es tan bueno —de egoísmo, de sed de gloria, de autoridad—, es interesante averiguar en qué términos se utiliza. La primera vez que percibí una apropiación evidente de la palabra vinculada a la extrema derecha con representación parlamentaria fue durante las protestas en Ferraz el otoño del 2023. Noviembre Nacional y Revuelta son unos grupúsculos surgidos en oposición a la amnistía y en defensa del cristianismo en España —o eso dicen. Solo hay que tener redes sociales para que el algoritmo te ponga delante de las narices alguna publicación vinculada a estos grupos, y a menudo tienen una cosa en común: tras la sentencia política que sea, siempre hay una palabra, honor. Durante la desgracia de la DANA en el País Valencià, los voluntarios vinculados a estas ramas políticas publicaban imágenes y las titulaban todas de la misma manera: honor. En Catalunya que, ocupada en todos los ámbitos, también tiene la extrema derecha ocupada, varias cuentas de partido también empiezan a utilizar el término de manera habitual para rellenar su imaginario.
A diferencia de un entendimiento del honor como el reconocimiento público que se recibe por una acción política exitosa o virtuosa, como una consecuencia pública del bien moral personal que conduce una acción política; la extrema derecha utiliza el término autorreferencialmente. En un momento en qué este tipo de populismos se alimentan del descontento con los partidos políticos tradicionales, el honor —entendido como un compromiso firme y como la valentía de enfrentarse al statu quo— es un fin en él mismo. El honor se contrapone a la tibieza de unos políticos que, día tras día, fallan: fallan porque no mantienen su palabra, fallan porque no tienen la valentía de coger "los problemas" —los que señala la agenda reaccionaria— de raíz, fallan porque subordinan los intereses comunes —otra vez, los que señala la agenda reaccionaria— a sus intereses personales. En Catalunya, evidentemente, la mala gestión del procés independentista y la ineptitud de los partidos políticos independentistas para gestionar la autonomía no han contribuido. La crisis que la extrema derecha señala puede solucionarse, en todos sus frentes, con heroicidad, porque es una crisis fabulada en que la respuesta a todos los problemas siempre puede solucionarse con golpes en el pecho. Y con honor, un honor contrapuesto a la traición de todo el resto de opciones políticas.
Edmund Burke, conservador, vinculaba la benevolencia desinteresada con el honor y ponía énfasis en la obligación del legislador de subordinarse tanto al deber como a la sed de una buena reputación conseguida honestamente. El honor era, pues, de los hombres de principios que siempre subordinaban el interés político al bien mayor. Contextualizándolo dentro de su tradición —que es la que quiere preservar el régimen mixto de que, en cierta manera, bebe la democracia liberal—, Burke entendía que esta benevolencia desinteresada de los hombres honorables se tenía que expresar, irremediablemente, con una obediencia hacia lo que siente la multitud —y no a sus especulaciones. Hoy el honor se utiliza como herramienta para recoger las escurriduras del sistema democrático liberal y sacar rédito de seguir erosionándolo. El honor se usa para invitar a la subversión, indiferentemente de si la opción para la subversión es mayoritaria entre la sociedad a la que quiere interpelar o no. Es un artefacto discursivo para evocar a la trascendencia ideológica y a la virtud moral, eso es: el sentimentalismo del que cualquier populismo hace uso para convertirse en una opción de masas. No es la causa ni la consecuencia de la obediencia o la vela a las normas de la democracia, es un código utilizado para contraponerse a él hasta que son bastantes para llegar al poder por la vía electoral. No va vinculado a una generosidad de espíritu para asumir el bien común: tan solo es la capa que ponen al autoritarismo para revestirlo de virtud.
"No puede haber honor en el gobierno de una sociedad en que el poder de la masa es completo y absoluto. En una situación como esta, los gobernadores están menos inclinados a los actos virtuosos porque se contrapone a ellos uno de los poderes más controladores del universo: el sentido de la fama", escribe Burke. Pero el sentido de trascendencia con que la extrema derecha blande el honor se pone incluso por encima de los fundamentos políticos y jurídicos de los países donde hace raíces. Y lo hace —acabando de darle la razón a Burke— por medio de personalidades carismáticas guiadas por el sentido de la fama y sin sentido íntimo de honor. La ola reaccionaria es global, y me atrevería a decir que es globalista, sí, pero en cada lugar se ha articulado desde el carácter del líder en cuestión para inculturarse localmente. Sobre todo en España y ahora en Catalunya, se habla de honor para no tener que pensar, para dar una satisfacción victoriosa a los que hace mucho tiempo que sienten que pierden y para llenar los discursos políticos de cosas grandes cuando, en realidad, lo que hacen es hacer la política más y más pequeña.