Después de vivir, en pocas horas, escenas con AK-47 disparando ráfagas de balas en una calle de Girona, un asalto violento en la sala de partos del Hospital de Terrassa, seis muertes violentas en 72 horas, dos heridos graves, venganzas con casas quemadas en Figueres, un ahogado, decenas de detenidos y la alerta de los Mossos d'Esquadra por la consolidación de mafias de la droga en Catalunya, tendríamos que empezar a considerar que tenemos un problema. Un problema importante, que no puede minimizarse, ni esconderse, porque su invisibilidad solo nos lleva al desastre.
Sin embargo, secuestrados por el relato políticamente correcto, que tiende a negar la inseguridad, obsesionado en no señalar a colectivos marginales y/o vulnerables, la dimensión del problema tiende a rebajarse intencionadamente, como si negar la delincuencia hiciera desaparecer el delito. Con una consecuencia añadida que no deja de ser estridente: la minimización del sufrimiento de las víctimas, en favor de no señalar a los victimarios, como si determinados niveles de criminalidad tuvieran que ser asumibles. De la delincuencia no se habla, como tampoco se puede hablar de los orígenes de los delincuentes, aunque a menudo esta información es clave para entender cómo se mueven los flujos de mafias organizadas. Se trata siempre de edulcorar y maquillar la realidad, para hacerla encajar en el discurso del buenismo, un buenismo que a menudo se practica desde las mismas áreas de responsabilidad, como pasa con el conseller Elena, que publicita una Catalunya de paz y serenidad que parece una postal de vacaciones. Por eso se evita abrir el debate en canal que se debería abrir, para poder maquillar la dimensión del problema, aunque eso implica, necesariamente, obviar las soluciones que tendrían que aplicarse.
Y si de la violencia y la delincuencia organizada no se habla —o se pone en sordina, cuando las noticias son lo suficientemente alarmantes—, tampoco se habla de otros problemas graves que afectan a la convivencia y a la solidez democrática de nuestra sociedad. O, si alguien habla de ello, inmediatamente sufre la furia de los censores de la corrección política. Por ejemplo, también resulta imposible hacer un debate racional sobre la inmigración y el descontrol que sufrimos en Catalunya. Solo hay que ver el tipo de ataques que ha recibido Junts en su ofensiva para conseguir las competencias en materia inmigratoria, o cuando se ha negado a que el Estado envíe más menas a Catalunya. En ambos casos, Junts ha planteado la necesidad perentoria de tener soberanía para poder gestionar adecuadamente la problemática inmigratoria, porque si no se tiene capacidad de gestión, el fenómeno se vuelve caótico, y del caos nacen los problemas delictivos y la consecuente fractura social. El caso de los menas es paradigmático. En los tres primeros meses del año, el Estado ha enviado 981 menores no acompañados a Catalunya, sin ninguna dotación económica, ni ninguna logística de refuerzo, y el flujo es tan permanente y voluminoso, que es imposible asumir el problema adecuadamente. Parecería, pues, razonable entender que la cuestión que se plantea no es un ataque a la inmigración, sino justamente una racionalización del fenómeno, a fin de que no se convierta en un problema social. Pero nada más con hacer el planteamiento, Junts ha sufrido todo tipo de ataques del buenismo hasta el punto de sufrir la etiqueta de extrema derecha en opiniones y tertulias. Cualquiera que abra el melón inmigratorio recibirá la letra escarlata que lo señalará como fascista. Y así vamos, con el relato público secuestrado por cuatro buenistas que no ganan elecciones, pero que imponen el silencio en determinados temas, considerados tabúes por la izquierda.
Si los partidos decentes no hablan de inmigración, ni de delincuencia, ni de la cuestión islámica, ni se abre el debate público pertinente, la extrema derecha se apropia del problema y crece gracias a utilizarlo demagógicamente
El otro tema, del mismo estilo, es el del islamismo radical, cómodamente instalado en Catalunya sin que nadie parezca reaccionar delante de la bomba de tiempo que representa. Nuestro país es uno de los territorios con más líderes salafistas de toda Europa, y el salafismo no es una religión, es una utilización violenta de la religión para imponer unos códigos civiles y penales antidemocráticos. También aquí el debate no es islam sí, o islam no, sino la perversión de una religión para convertirla en un instrumento de dominio social. Pero también aquí, solo con levantar la voz, aparecen los martillos de herejes del progresismo, estigmatizando a quien denuncia la situación. Un progresismo que, en su proteccionismo enfermizo con el mundo islámico, acaba abrazando las ideas más medievales y reaccionarias que hay en este momento. Solo hay que observar las calles de nuestro país para ver como se ha normalizado la presencia de mujeres y de niñas paseándose con nicabs que las tapan totalmente y que las convierten en auténticos espectros, personas encerradas en prisiones textiles, por mandato de una ideología totalitaria. Y lejos de señalar la aberración que eso representa, el buenismo lo considera un bien preciado del multiculturalismo. Es una auténtica irresponsabilidad no denunciar el fenómeno ideológico islámico que intenta crear una sociedad paralela a la democrática, dentro de la misma democracia, un estado dentro del estado... Pero, nada, es avisar del problema y ser tildado, al momento, de cualquier barbaridad: extrema derecha, islamofobia, xenofobia... Todos los ítems denigrantes que alegremente utiliza la izquierda para imponer el relato buenista...
El problema es que si los partidos decentes no hablan de inmigración, ni de delincuencia, ni de la cuestión islámica, ni se abre el debate público pertinente, la extrema derecha se apropia del problema y crece gracias a utilizarlo demagógicamente. Negar los problemas solo sirve para que crezcan, se multipliquen y estallen. Ya sería hora de que miráramos qué pasa a nuestro alrededor, en Francia, en Holanda, en Alemania, y aprendiéramos la lección. El buenismo no nos traerá la bondad social, nos lleva directamente al caos social. Y después todos lloraremos.