El problema de ser un país pequeño es que todo se acaba sabiendo. La virtud de ser un país pequeño es que todo se acaba sabiendo. Y que cuesta mucho disimular nada, porque todos nos escrutamos desde tan cerca que resulta ridículo pretender parecer ninguna otra cosa que lo que se es. Quizás por eso llega un punto en el que en Catalunya todo parece ridículo. En esta pequeñez, la información corre deprisa. Tan deprisa, de hecho, como me he enterado de que el programa La Turra grabó un episodio sobre espiritualidad que nunca verá la luz. En su lugar, se ha emitido un episodio que quiere responder a las siguientes preguntas: "¿Es posible separar la fe de la institución? ¿Podemos vivir sin creer en un sentido o poder superior? ¿El conservadurismo se ha apropiado de la fe?". Este es el marco. Nada parcial, qué va, por si las moscas. Se ve que en el episodio que permanecerá para siempre en las tinieblas del audiovisual, hablaban un joven cristiano, uno judío, una chica budista y una musulmana, y que entre ellos se entendieron bastante. Que explicaron cómo se habían acercado a la fe de adultos, que hablaron desde su experiencia personal. Que, desnudándose más o menos, procuraron exponer de qué manera el sentido de trascendencia había cambiado su mirada sobre la vida.

La Turra es un ejemplo de programa pensado para que se le puedan sacar cortes viralizables en redes. Es, pues, un programa para las redes. En este paradigma, el conflicto dialéctico en la tertulia garantiza la viralidad de los cortes que se puedan hacer. Ello lleva a un trato superficial del hecho espiritual o incluso religioso, porque un ambiente hostil dificulta la profundización en el diálogo que hace falta para hablar con propiedad y comodidad de la vida interior. Un marco estructurado desde la fiscalización ya no de la fe, sino de lo que el prejuicio dicta que representa cualquier fe, incomoda a quién es objeto de ella: al contraponerse a dicha fiscalización, uno siente que se convierte automáticamente en la caricatura que el externo está proyectando sobre él. Con la pregunta de la presentadora formulada desde el ánimo de alborotar el gallinero, basta para que la persona que está en un plató —o donde sea— sienta que tiene que combatir el prejuicio del otro y que, intentando combatirlo, aún lo refuerza más. En realidad, no hay nada que pueda decirse en contra de una decisión que ya está tomada. Uno se presta a hablar de una cuestión más o menos íntima, uno va predispuesto a abrirse y hacerse vulnerable, y acaba sintiéndose manoseado contra sus intereses, convertido en un estereotipo, damnificado de una trampa.

Hablar de espiritualidad en un marco de clichés es no poder hablar de ella

Hablar de espiritualidad en un marco de clichés es no poder hablar de ella. Dios sale a encontrarnos a todos de una manera única: nos llama a todos por nuestro nombre. Esto está articulado desde una lógica cristiana, pero me parece que desde otras religiones y espiritualidades también se puede validar. Nuestro sentido de trascendencia va íntimamente ligado a nuestra historia personal, y cuando escribo esto no me quiero referir a si nuestros padres o abuelos son o eran creyentes: la fe no es genética. Me quiero referir a cada momento de nuestras vidas en el que hemos sentido que a través del dolor o de la alegría, a través de la soledad o la compañía, a través del silencio o del ruido, a través de una plegaria elevadísima o de un acto cotidiano convertido en experiencia sobrenatural, Dios —o una fuerza más grande que nosotros mismos— salía a nuestro encuentro. Esto, en general, vale para cualquier persona de cualquier confesión, porque vale para cualquier persona que sospeche que estamos en la tierra de paso y que quizás sí debe de haber algo más. En lo que es personal de todas nuestras vidas interiores, también hay un gesto universal de inclinación a la trascendencia. Quizás por eso los prejuicios molestan tanto a quien procura hablar desde su experiencia —a veces con una fe por vertebrar, a veces con inconcreciones—: porque son etiquetas genéricas y a menudo injustas que invalidan de entrada y de facto nuestra historia con Dios. A lo mejor por esto, también, a veces me resulta más fácil compartir la experiencia de fe con un musulmán o con un judío: porque procuro de entrada no proyectar el prejuicio sobre el otro, con la expectativa de que el otro en cuestión tampoco lo proyectará sobre mí, y así podremos vivir una conversación menos hostil y más honesta.

A estas alturas, cuesta mucho pensar que un programa como La Turra sea un programa donde hablar libremente sobre fe, si no es para confirmar los patrones políticos e ideológicos de los jefes que hay detrás. No es chapucería: existe intención. De hecho, que no se emitiera el programa en cuestión y que en su lugar se emitiera otro para hablar de conservadurismo e instituciones —la Iglesia—, confirma bastante esta tesis. Tiene un punto irónico, porque al final de todo los que acusan a los demás de sectarismo siempre acaban siendo más sectarios que los acusados de turno. Y tiene un punto aún más y más irónico, si se me permite, porque hubo que grabar el episodio que finalmente se ha emitido para poder aprovechar la entrevista del programa no emitido a… ¡Rigoberta Bandini! Es para troncharse. De todo y de todos se puede sacar una caricatura si se tiene la intención, y reírse está muy bien. Lo que quizás no esté tan bien es vender la apariencia de un espacio de conversación plural y abierto para acabar cavilando a ver si puedo hacer decir a estos tertulianos aquello que confirme mi prejuicio descreído. Si se acude de buena voluntad, un escenario así siempre genera desconfianza.