“L'homme qui marche”, este es el título de la exposición que organizó la UNESCO en París en homenaje a Federico Mayor Zaragoza con motivo de sus 80 años, ahora hace diez. Todos los que hemos trabajado con él sabemos que una de las cosas que lo definía era una energía y capacidad de trabajo inagotable. Pero era más que eso, era una filosofía de vida, de aprovechar con intensidad cada momento y de no desfallecer nunca ante ningún reto, obstáculo o desafío. “Canteu i balleu, que ja descansareu, quan us morireu” [“Cantad y bailad, que ya descansaréis, cuando os muráis”], un versito de una sardana de Enric Morera que de pequeño le cantaba su madre, y que él repetía con asiduidad.
De profundas raíces familiares tortosinas, de las que siempre hacía gala, nació, sin embargo, en la calle Muntaner de Barcelona. Entre las calles París y Londres, cosa que, según su madre, lo había predeterminado a una carrera profesional y vital de viaje constante. Pocas personas han viajado como él antes, durante y después de su etapa en la UNESCO. Tanto, que uno de sus médicos afirmaba que tenía una pequeña alteración en los glóbulos blancos de la sangre que se explicaba por haber pasado tantas horas en el avión.
Estudió en Virtèlia, con sus vecinos de escalera, los Maragall, con quien muchos días tomaba el tranvía para ir a la escuela. También jugó a hockey, de portero si no recuerdo mal, y en varias ocasiones me había hablado con un cierto orgullo de una portada del diario Sport que había protagonizado de joven.
Por cuestiones profesionales de su padre, la familia se trasladó a Madrid cuando él tenía 14 años. Como también había comentado en alguna ocasión, “A mí me hacen muchos homenajes, quizás demasiados y todo. Mi padre sí que se los merecería, él que prácticamente sin estudios acabó creando y dirigiendo la primera empresa de antibióticos en España”.
Porque entre todos sus referentes, que eran muchos e importantes, no había nadie que pasara por delante de sus padres. De una familia de larga tradición republicana, no en balde su tío abuelo fue Marcel·lí Domingo (o Marcelino como diría él), el destacado político tortosino que fue ministro de Educación durante la Segunda República. Y de una madre radicalmente antibelicista: “hijo mío, a los generales nunca los verás en primera fila, ellos siempre bien resguardados y calentitos lejos del frente”, como más de una vez explicó.
Estudió farmacia, con un expediente académico brillantísimo, que solo sería superado en aquella promoción por quien sería su futura esposa, que lo acompañó sin desfallecer durante casi siete décadas. Con 24 años ya era doctor y a los 28 catedrático de Biología Molecular en Granada. Pasó por Oxford, con el profesor y Premio Nobel Hans Kreps, y de allí volvió a Granada, donde acabó, en una carambola que él no había buscado ni promovido, en rector a los 34 años, a finales de 1968… En sus años de rector solo hubo dos campus universitarios del Estado que no fueron clausurados por orden gubernativa, uno de ellos el de Granada. Como él decía, “¿Dónde creen que aprendí a negociar y a actuar como mediador?… Pues en 1968 en Granada, mediando entre estudiantes trotskistas, marxistas y de todas las ramas posibles, entre catedráticos y profesores jóvenes y, evidentemente, mediando con el gobernador civil”.
A partir de aquí, una carrera fulgurante, como pocas se han visto, coronada con los dos mandatos en la UNESCO, doce años que cambiaron la institución y lo cambiaron también a él, tomando conciencia profunda de la realidad del mundo, y de las injusticias e inercias históricas que en gran parte todavía lo gobiernan.
Trató con los más grandes y poderosos, y entabló amistades intensas con algunas de las personalidades más relevantes de finales del s. XX, desde Mijaíl Gorbachov a Nelson Mandela, pasando por Mohammed Khatami —el presidente iraní reformista—, François y Danielle Mitterrand, Mário Soares, Isaac Rabin o Yasser Arafat. De algunas de estas relaciones yo tuve el privilegio de ser testigo. De hecho, él fue el primero que puso juntos en una mesa a los mencionados Rabin y Arafat, en una mítica reunión en Granada en 1993. Una reunión que muchos pensaban que no se acabaría celebrando nunca, pero que gracias a él finalmente se llevó a cabo.
Una de las cosas que lo definía era una filosofía de vida de aprovechar con intensidad cada momento y de no desfallecer nunca ante ningún reto, obstáculo o desafío
Más allá de la seriedad y la elegancia inmaculada que proyectaba su forma de vestir, a veces le gustaba poner en cuestión ciertos convencionalismos y sobre todo poner a prueba la rigidez, y en muchos casos absurdidad, de algunos servicios de protocolo. Se divertía explicando la anécdota de una audiencia con el Emperador de Japón cuando era director general de la UNESCO. El estricto protocolo marcaba que la audiencia tenía que durar 15 minutos, ni uno más ni uno menos, y en la sala había un reloj para recordárselo a todo el mundo. Mayor iba calculando el tiempo, y cuando creyó que quedaba poco le dijo al Emperador: “es una pena que se nos acabe el tiempo, porque precisamente le quería comentar que llevo conmigo unos CD-Rom que hemos hecho en la UNESCO sobre la nueva clasificación de la vida animal submarina…”. De repente, el rostro del Emperador Hiro Hito, consumado biólogo marino, cambió completamente y dijo “tenemos tiempo, tenemos tiempo, no se preocupe…” y la audiencia se alargó media hora más, para desesperación de los servicios de protocolo imperial, el más estricto del mundo.
Decía, pues, que trató con grandes personalidades, pero lo que lo impactó más fueron las personas entregadas completamente a los otros, como la Madre Teresa de Calcuta. O los testimonios de personas que llamaríamos anónimas, pero que le hicieron cambiar radicalmente la manera de entender o hacer las cosas. Como aquel muchacho de un grupo de niños de países del Sahel que habían pasado unos días en París becados por alguna institución y habían acabado en el despacho del director general. Cuando les preguntó qué les había impresionado de París, esperando una respuesta del tipo “la Torre Eiffel” o “El Louvre...” aquel niño respondió “¡el grifo!”. Porque las madres de algunos de aquellos niños dedicaban casi dos horas cada día a ir a buscar agua del pozo que estaba a más de un kilómetro de su casa…
O aquella profesora, también de un país africano, que lo escuchaba con cara de circunstancias en una de sus visitas como director general a una escuela urbana de una ciudad subsahariana. Al final de su intervención Mayor quiso hablar con ella, quería saber qué significaba aquella expresión de desaprobación... y ella le dijo: “ustedes y sus expertos vienen siempre a decirnos qué es lo que tenemos que hacer, hablan, hablan, hablan... ¿Nos escuchan alguna vez a nosotros, a los maestros que hace años que estamos aquí y sabemos perfectamente qué es lo que nos hace falta?”. Sin saberlo, aquella maestra acababa de dar un giro copernicano al programa educativo de la UNESCO. En cuestión de pocos meses se presentaba el nuevo programa educativo de la institución bajo el título “La UNESCO a la escucha”.
Fue también un consumado poeta. Una de sus válvulas de escape ante el estrés y las tensiones de una vida intensa, imparable. Con motivo de su septuagesimoquinto cumpleaños le preparamos un libro sorpresa con una pequeña selección de algunos de sus poemas. Y en homenaje al hombre que fue capaz, cuando era ministro de Educación, de hacer el primer decreto ministerial de la historia que empezaba con un poema —a pesar de la oposición de un pequeño ejército de subsecretarios y funcionarios que le decían que eso era imposible—, acabaré con uno de los que creo que más lo definían:
“Alzaré mi voz
cada mañana,
cada tarde,
cada noche.
Sin pausa
mi grito resonará
.....
hasta que se pueble
de amor
la tierra entera.
Mientras viva
y pueda articular
una palabra
proclamaré al viento
de cada amanecer
que no debe haber tregua
hasta que toda ligadura
haya sido desatada”.