"Cualquier agnóstico o ateo que haya conocido de niño una auténtica Navidad tendrá para siempre, le guste o no, una asociación en su mente con un recién nacido y una fuerza desconocida"
G.K. Chesterton
El dilema de cada año para el columnista en estas fechas: ¿les hablo del fiscal, del juez, de la imputación, de Pedro, de Puigdemont y del lío o paso y les dejo la fiesta en paz? No es tan dilema, puesto que tiempo llevamos con la matraca y tiempo tendremos para ser sometidos a ella en el nuevo año, así que lo suyo es darles reposo y descanso en la mañana de Navidad y dejar las cuestiones que no son propicias para la noche de paz y menos para la eventual resaca subsiguiente.
Pero necesito algo de tensión, de drama, para poder armar una columna y que me la recorran con esos ojos de trasnoche que les veo con la premonición de la experiencia. Sin tensión no hay narración. Tampoco eso es mayor problema, hemos llegado a un estúpido punto en el que hay tirantez en casi cualquier cosa —inciso, ¿cómo les fue en la cena?— así que el propio hecho de felicitar las tradicionales fiestas, recogidas para todos en el calendario laboral, se ha vuelto fuente de conflicto. Al parecer si eres diestro sólo puedes felicitar la Navidad y el nacimiento del niño Dios y la misa del Gallo y si eres zurdo debes felicitar el solsticio de invierno, en una vuelta al neopaganismo, como si este en su momento no representase otras suerte de religión. Y en esas que se han enzarzado de nuevo, como si de tal debate se fuera a derivar una pureza atea y una pureza cristiana que les alejara del mejunje comercial en el que hace tiempo ha derivado todo esto.
Lo cierto es que la Navidad para un europeo, incluso agnóstico o ateo, entronca directamente con la infancia propia y con la infancia de los que nos precedieron en un continuo cultural que no establece diferencias ni entre países ni entre los diferentes cismas que escindieron a ortodoxos, luteranos, calvinistas o anglicanos. La Navidad es Europa y los lugares a los que Europa llegó; la Navidad es parte de nuestra tierra común a la que no sé por qué narices hemos de renunciar sean cuales sean nuestras creencias o nuestra ideología. Todo es cuestión de amalgamar. Eso es lo que hicieron las religiones cristianas en su momento, asumir los ritos politeístas y resignificarlos. Al final del Imperio Romano la Navidad ya aparecía como festividad que había absorbido las Saturnales, dedicadas a Saturno con el motivo del renacimiento del año y que se celebraban el 25 de diciembre. En la zona nórdica, Yule, la festividad del solsticio, se refundó en el Christmastime. Absorber, amalgamar y no rechazar o cegar o impedir o estigmatizar; ese ha sido el éxito de las tradiciones que han llegado hasta aquí. No darse con ellas en la cabeza, respetarlas. A los de la tontería de no decir "Navidad" por si molestas a las otras religiones, les hubiera querido ver yo entre musulmanes viendo los pasos de Semana Santa como he estado yo, y es que, no lo olviden, Cristo para ellos también es uno de los profetas. Respeto, omnicomprensión, tolerancia y consideración. ¿Qué se puede objetar a la idea global de una noche de paz y de amor?
La Navidad es parte de nuestra tierra común a la que no sé por qué narices hemos de renunciar sean cuales sean nuestras creencias o nuestra ideología
En mi familia había una tradición particular, cultivada por mis padres, consistente en que cada Nochebuena por la tarde, con margen, porque había que llegar a la cena, salían a hacer una gira por casa de todos los hermanos y hermanas de cada uno de ellos y por las de sus amigos más íntimos para felicitarles la Navidad. Siendo niña les acompañé muchas veces. No eran pocas casas, mi padre era el pequeño de una familia numerosa y mi madre tampoco tenía pocos hermanos. A veces el tiempo apremiaba porque en cada casa eran los besos, el agasajo de unos dulces o una bebida, la charla intrascendente porque todo estaba dicho con la presencia anual y constante del rito. Ese cultivar las relaciones, ese dar cariño y demostrarse la cercanía de forma consciente ya no está a la orden del día, pero para mí es la huella indeleble de la Navidad. Cada familia, lo saben, tiene sus propios ritos que nada se relacionan con la gresca o las diferencias de unos con otros, sino que buscan beber en el sustrato de humanidad y de sentimiento que a todos nos une con unas personas determinadas, aunque luego la cosa acabe como el rosario de la aurora, porque lo importante es sentir que al menos una vez al año hay que juntarse y celebrar la argamasa que nos une más que todo lo que nos separa.
El problema de la Navidad no es el odio a un culto concreto ni el dilema moral de celebrar el nacimiento de un Dios en el que a lo mejor no crees ni la tontería de no ofender al que tiene sus propias tradiciones; el problema de la Navidad es la constatación para muchos de que quien te la enseñó, quien te guió por sus misterios y delicias ya no está en ninguna mesa a tu lado. Que a quien quisiste y cubriste de regalos y de risas se muestra dolorosamente ausente en cada paso que das y que diste a su lado. Ese es el único problema de la Navidad, que no hay otra forma de revivirla que volver al territorio sagrado de la infancia o crearlo para otros que aún son niños y que volverán a reeditar el círculo de la felicidad y la pérdida. Ese es para mí el único problema de la Navidad: que Navidad era mi madre y que ya no podré volver a tenerla a mi lado jamás. Mi cariño profundo a todo el que anoche o en esta comida de Navidad sienta un leve pinchazo por la ausencia, porque eso también es una tradición que se repite generación tras generación.
Así que no discutan por cómo llamar a la Navidad y menos en plena Navidad.
A ser posible no discutan por nada. No trae cuenta.
Están ahí, son nuestras personas más próximas y no tenemos otras ni seguramente las queremos tener.
Bon Nadal, Feliz Navidad, Gabon zoriontsuak, Bo Nadal.
Y de lo del fiscal, de lo de Pedro, de lo de Puigdemont, de lo de las imputaciones y tal desgraciadamente ya tendremos tiempo de hablar.