Cada día, cuando salgo de casa y cojo Córcega hacia allá hasta Sants, ando muerto de frío durante los ochenta o noventa metros que hay entre chaflán y chaflán del Eixample. Por la mañana, en aquella hora del día en que los conserjes barren la acera de delante de la portería, las calles de Barcelona paralelas al mar son una umbría fría y húmeda donde la gente camina con cara de cruasán reseco y la mirada escuálida de quien no ama lo suficiente el mundo, sobre todo cuando el termómetro de la farmacia marca menos de 7 grados. De repente, pero, cuando se llega a la esquina con alguna calle perpendicular, el sol saca la cabeza e ilumina aquellos rostros frioleros y escondidos detrás una bufanda, cambiándoles el estado de ánimo durante los pasos que dura un semáforo en verde. O mejor dicho, el tiempo que dura un beso o el abrazo cálido de una madre en el andén de una estación de tren.

Calle en calle, mientras pingüinos que se han levantado de la cama siendo personas beben café con leche y fuman Marlboro en alguna sombría terraza sin butano, pasa a paso yo juego al escondite con el sol, que me busca y me encuentra con la intermitencia de aquellos amores a primera vista que empiezan siendo una intuición, pasan a ser inmediatamente una curiosidad y terminan, antes no acabe la noche, siendo un deseo. En mi caso, primero me saluda en Aribau, después me guiña el ojo en Muntaner y finalmente me enamora en Casanova, donde la explanada de delante de la Facultad de Medicina es una tregua del frío y convierte este chaflán donde ahora estoy, sobre todo alrededor de las nueve, en una elipsis de tiempo. O mejor dicho, en un eclipse de la prisa.

Aquí, en la esquina de Casanova con Córcega, hay un bar que durante unas horas del día no es una taberna, sino un cuadro de Sorolla. No hay 'niños en la playa', sin embargo, sino un hombre sin pierna sentado en su silla de ruedas eléctrica y con una Coca-Cola Zero en frente. A su lado ahora también estás , si quieres, al igual que yo me siento aquí, en esta terraza, cada mañana desde anteayer. Son los tres días que hace que desayuno cerca de este teniente Dan barcelonés que hoy me ha saludado por primera vez y me ha explicado que por Reyes se ha comprado la tablet Samsung que tiene en las manos. Mis Reyes Magos son el Cash Converters, me ha comentado mientras me enseñaba el simulador de ajedrez al cual está viciado. También me ha confesado que su propósito de año nuevo no es ser el Kasparov del Eixample, sin embargo, sino regularse mejor el azúcar para no tener sustos. Después, simplemente, se ha vuelto a zambullir en la pantalla para enfrentarse al enemigo virtual. O mejor dicho, para jugar con un amigo invisible.

Uno de mis dos propósitos de año nuevo consiste, precisamente, en alejarme de las pantallas. Podría haberme propuesto abandonar el tabaco, apuntarme al gimnasio o intentar leer Poesía, 1957 de Josep Carner sin aburrirme, pero he encontrado más oportuno desinstalarme Instagram del móvil y autolimitarme el acceso a Twitter solo de las siete y media hasta las ocho y media de la mañana, que es la hora en que pongo en práctica el segundo de mis propósitos: ir caminando al trabajo. A medio camino, sin embargo, hace tres días que caigo rendido al hechizo de esta esquina soleada en la que me siento para dedicarme a observar lo que veo. És quan bado que hi veig clar, supongo, por eso, en esta conversación con mis demonios y sin la necesidad de ningún tablero, me doy cuenta de que me he pasado los últimos seis meses escribiendo columnas sobre cosas que pasaban dentro de una pantalla, en vez de fuera de ellas. O mejor dicho, cosas que pasaban en mi mundo, pero no sé si en el mundo también de a quien, como tú, me lee.

Como cada mañana desde hace tres mañanas, un camarero uniformado con camisa blanca y chaleco negro sale a tomarme nota. El primer día me dijo "buenos días, ¿qué pondremos?". El segundo, "buenos días, ¿un café solo?" Hoy, ya directamente "buen día, ¿lo de siempre?". En la mesa del lado, el teniente Dan sigue jugando a ajedrez con la atención de quien tinderea antes de una primera cita y la paciencia de quien escribe un haiku, pero yo pierdo mi partida contra la pantalla después de recibir un whatsapp de mi querida Isabel Martí, la artífice y alma mater del libro que publiqué el año pasado, en el cual me envía un artículo de Josep M. Espinàs que no había leído nunca. Es de enero de 1991, se titula Ànims! y es una columna 100% espinasiana en la cual celebra que por fin se hayan acabado las fiestas, mientras que a la vez se lamenta, ya hace treinta años, del hecho de que se haya perdido el verbo 'festejar' como sinónimo de salir con alguien. Yo me lamento que el móvil, sin embargo, me haya vuelto a hacer jaque mate por culpa de Espinàs. O mejor dicho, gracias a él.

Aunque Isabel no sea ninguno de los tres Reyes Magos y ya no vivamos al 6 de enero, me acaba de hacer el regalo más preciado de lo que llevamos de año: permitirme codificar este momento y comprender que el simple ejercicio de pasear por el Eixample a primera hora y sentarme en esta terraza sorolliana no es solo un propósito, sino, si uno quiere y entrena la mirada, un acto poético en él mismo. O mejor dicho, un idilio particular con el presente que tiene la fuerza de detenernos con el fin de poner en marcha el mundo, como decía Espinàs. Otra cosa que escribió es que "una hora de sol d'hivern/ és passada de seguida/ i cal alçar-se del banc/ i altre cop entrar a la vida", por eso, antes de levantarme y pagar, me dejo vencer sin oposición por la pantalla un rato más y me pongo a escribir esto que has leído. Mientras mi vecino de terraza grita ¡Vamos! después de matar al rey, yo juego a matar el ordinariedad de la rutina antes de entrar en la vida de nuevo. O mejor dicho, antes de proponerte por última vez festejar con los días ordinarios sin que eso sea un propósito que solo late dentro de esta columna.