El pasado viernes de madrugada, con la aprobación condicionada de la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República, se visualizó el naufragio definitivo del marco constitucional y estatutario vigente en Catalunya. Culminaba así el proceso iniciado en el año 2010 con la sentencia del TC contra el Estatut y la negativa abrumadora del Parlament a acatarla. Esta semana ha empezado un proceso de autodeterminación que puede llevar al surgimiento de un nuevo estado o a la reconstitución del español, según el resultado del 1 de octubre. Es impensable que todo vaya a seguir igual.

Un proceso de autodeterminación no tiene reglas inamovibles ni universales. Es un tipo de proceso constituyente en el que la legitimidad, la legalidad y la eficacia del nuevo marco legal se tienen que construir conjuntamente. Por descontado, es un contrasentido pretender que la constitución de un nuevo régimen político se rija por las reglas del anterior. Los límites, por otra parte evidentes, están en el respeto por los derechos humanos en toda su extensión. Pero lo más habitual es que el proceso se rija por unas normas creadas ad hoc.

La pinza filibustera entre la oposición parlamentaria y el Tribunal Constitucional para impedir el inicio formal de este proceso de autodeterminación fracasó. No funcionó porque la mayoría independentista actuaba desde el convencimiento de estar aprobando las reglas de juego de un proceso constituyente. Y estaba traduciendo la legitimidad democrática obtenida el 27-S en una nueva legalidad excepcional para darle cobertura. La apelación a la vieja legalidad constitucional no tenía fuerza para hacer dudar a nadie de lo que se estaba haciendo.

La ciudadanía movilizada y los políticos independentistas hace años que no reconocen legitimidad alguna al Tribunal Constitucional. Mucha otra gente tampoco le reconoce demasiada autoridad, especialmente porque le imputan haber creado el problema con su indefendible sentencia contra el autogobierno catalán. Dadas las circunstancias, ¿alguien puede ver la solución en un órgano politizado y falto de toda imparcialidad como es el TC a día de hoy? ¿Alguien puede tener remordimientos morales por desatender sus resoluciones?

Así pues, el relato de la legalidad y la democracia españolas no sirve para parar o desanimar a los que quieren ejercer la democracia para construir una nueva legalidad catalana. De eso exactamente va el derecho de autodeterminación: es el momento constituyente que tiene que restablecer el vínculo imprescindible entre legalidad y democracia que el Estado, unilateralmente, rompió el año 2010. Este, y no otro, es el motivo de que no existan ahora unas reglas aceptadas por todo el mundo.

En definitiva, decir que una cosa es inconstitucional o que va contra el TC, a estas alturas, es decir muy poco. La mayoría independentista existe, primordialmente, porque representa a la gente que se siente expulsada del statu quo constitucional. Es una mayoría que no ha decidido ahora situarse fuera de la ley. Es gente que entiende que fue excluida por las instituciones estatales cuando se anuló la ley básica que había votado. Y no han hecho sino sentirse más excluidos de esta legalidad cuando se ha interpretado restrictivamente para impedirles expresarse en un referéndum.

La pinza filibustera lleva dos años atropellando la autonomía y la inviolabilidad del Parlament, desde el TC, el TSJ o la Fiscalía. En este sentido, no se puede olvidar que el portavoz del PP, Xavier García Albiol, es quien en el periodo electoral previo al 27-S presentó la reforma de la ley del TC que permite coaccionar y suspender a cargos públicos. La minoría del Parlament son los partidos que en Madrid abusan de su poder absoluto, no unas hermanitas de la caridad. El formato del debate de esta semana es la consecuencia estricta de la coacción que se ha ejercido contra la Mesa del Parlament durante todo este tiempo. La queja por la situación que tú mismo has ayudado a crear tiene muy poco recorrido.

Incluso la acusación de querer romper España tiene un punto de cinismo, cuando para muchos catalanes son los poderes del Estado los que lo han roto, haciendo imposibles e ilegales sus aspiraciones políticas irrenunciables. Quizá sí se vulnera el art. 2 de la Constitución. Pero no se puede pasar por alto que las fuerzas políticas catalanas solo lo aceptaron en la medida en que en su segunda frase reconocía y garantizaba el derecho a la autonomía. Un derecho que entienden que se vulneró con el fiasco del Estatuto. Y en ninguna parte dice este precepto, por cierto, que sea más importante la unidad de España que el derecho a la autonomía de Catalunya.

La minoría parlamentaria catalana que tiene el poder absoluto en Madrid dice que los independentistas vulneran manifiestamente la Constitución. Estos, sin embargo, entienden que son los otros quienes la han pervertido convirtiéndola primero en una camisa de fuerza para bloquear las legítimas aspiraciones catalanas. También llega a decir que los independentistas no respetan el Estatuto. Lo que queda de él, debería precisarse, dado que lleva años siendo recortado, denigrado y desnaturalizado, a pesar de haber sido aprobado por el pueblo en un proceso indiscutiblemente legal y legítimo.

Igualmente hipócritas suenan las invocaciones al estado de derecho, cuando desde Catalunya es percibe que el Estado ha hecho de la arbitrariedad la nota principal de sus actuaciones, renunciando a la separación de poderes y a la independencia de los tribunales. Poco estado de derecho existe en tribunales que hacen de juez y parte. Podemos llamarlo desobediencia, si queremos, pero hay que entender que lo que está pasando es que la mayoría parlamentaria no está dispuesta a seguir acatando los abusos de poder con barniz legalista. Desde Catalunya, el afán por respetar la legalidad se traduce ahora en querer ejercer el derecho del pueblo catalán a darse sus propias leyes.

Ninguna ley vale nada si no es democrática. Y aquí estamos. Es el art. 21 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos el que dice que el único poder legítimo es el que emana del pueblo. Así lo recogen tanto la Constitución como el Estatut, pero parece imposible traducirlo en los cambios legales necesarios para acomodar las demandas catalanas. Dicen que España es una democracia plena, pero aquí la percepción es que ha renunciado a ser una democracia que represente a toda la población con igualdad de derechos.

El problema es en todo caso que el Gobierno español no solo no está dispuesto a autorizar el referéndum, sino que ni siquiera está dispuesto a tolerarlo. Quiere impedirlo a cualquier precio. Pero eso no es motivo para no celebrarlo, sino todo lo contrario. Sabemos que la intransigencia del Estado, haciendo imposible la autodeterminación interna, es lo que legitima (de acuerdo con el derecho internacional) la autodeterminación externa. Son las elites del Estado las que han empujado a la mayoría de catalanes a escoger este camino.

 

Josep Costa es letrado y profesor asociado de Teoría Política en la UPF (@josepcosta)