Hace pocos días, el humorista y tótem mediático neoyorquino Bill Maher aprovechó unos minutos de su archifamoso programa Real Time with Bill Maher para compartir con la audiencia una reciente cena que había tenido con Donald Trump en la Casa Blanca. Pese a haberse moderado con el tiempo, Maher siempre se ha decantado por candidatos demócratas y se ha reído bastante del actual presidente de Estados Unidos. Esto había provocado la habitual hilera de insultos por parte del magnate autócrata, que Maher tuvo el ingenio infinito de escribir en un papel para que el presidente se lo firmara, cosa que hizo. Bromas aparte, Maher sorprendió a parte de los liberales (a la yanqui) que lo admiran de hace lustros afirmando que Trump se había mostrado muy educado con él, con suficiente sentido del humor como para afrontar sus bromas, y con un talante mucho más dialogante del que se muestra de costumbre con la prensa y en sus mítines.
En su monólogo, Maher recordó también que —a pesar de ser muy crítico con Trump— le había apoyado en políticas como el traslado de la embajada norteamericana a Jerusalén, el control fronterizo, el paro de las políticas DEI (a saber, lo referente a los términos diversity, equity e inclusion que lleva a sobrerepresentar a varias minorías en universidades o instituciones), el hecho de que hombres biológicos no participaran en deportes femeninos, presionar a Europa para que se pague su defensa o la idoneidad de convertir “Gaza en un Dubai antes que en un infierno”. Muchos progres yanquis han reaccionado con ira al discurso en cuestión, diciendo que Maher se está pasando al republicanismo MAGA, de la misma forma que en Catalunya uno ha nombrado muchos intelectuales pseudocomunistas de los tiempos de la Transición, ahora transformados en apologetas de la carcundia, como mi queridísimo Varguitas Llosa.
En caso de existir, el viaje que ha hecho Maher es el de muchos votantes de izquierda europea que todavía se definen como progresistas, pero que no quieren comprar los supuestos avances de la teoría crítica, del feminismo contemporáneo, o de la filosofía antisistema podemita (con casita en Galapagar). Mientras escuchaba la crónica de la famosa cena con Trump, servidor pensaba que Maher no está solo; desde la elección del presidente 45-47, he podido comprobar como muchos articulistas de mi medio favorito, The New Yorker, han aprovechado las páginas de televisión, arte o música para empezar a poner en duda algunos de los postulados de la nueva izquierda planetaria. Esto no es solo producto de la habitual modulación de las ideologías en una especie de péndulo compensatorio, sino de la toma de conciencia de que —en los últimos años– la izquierda se ha pasado de frenada con su moralismo doctrinario cultureta.
Todo esto viene a cuento para comentar el último ensayo de nuestro filósofo Ferran Sáez Mateu, El fin del progresismo ilustrado (Editorial Pòrtic), una crítica a la base filosófica del pensamiento de izquierdas contemporáneo que el autor ha denominado "posmodernidad paródica". Recomiendo vivamente la lectura de este texto, aunque ahora viene Sant Jordi y los catalanes optan mayoritariamente por leer mierdas, porque Ferran repasa con buen ojo la base filosófica del constructivismo moral de la izquierda contemporánea, en la línea que va de Foucault a Butler. La gracia de este trabajo es que el profesor Sáez enmienda los textos de estos autores (que, dicho sea de paso, se ha molestado en leer) sin ningún tipo de apelación a la nostalgia conservadora, manifestando como el ideario de la progresía se ha decantado fatalmente de la voluntad igualitaria del siglo XVIII hasta la insistencia patológica en la diferencia y sus consecuentes callejones sin salida éticos.
Bill Maher opina que, aparte de insultarlo cuando es necesario y de escarnecerlo sin tapujos, también vale la pena cenar con Donald Trump para contrastar opiniones
Las políticas del progresismo ilustrado se han basado a menudo en la ilusión según la cual toda nuestra vida es un constructo, una aplicación de la French Theory que los yanquis empezaron destinando a la historia y que se ha acabado esparciendo a la ciencia, la sexualidad e incluso al arte culinario. Diría que a progresistas moderados como Bill Maher les gustaría leer este ensayo, donde no se dice que el feminismo o la política del respeto a las minorías haya llegado demasiado lejos, como sostienen los cuñados, sino que se basa en teorías a menudo contradictorias con la misma vida de sus apologetas y también basadas en una debilidad importante de cara a la verdad científica. A día de hoy, la izquierda ha adquirido un prejuicio que antes era patrimonio de los conservadores; a saber, que cualquier crítica es producto de los espíritus carcas e inamovibles. Quizá por eso también ha perdido el sentido del humor.
Bill Maher opina que, aparte de insultarlo cuando es necesario y de escarnecerlo sin tapujos, también vale la pena cenar con Donald Trump para contrastar opiniones (porque la otra opción, la de quedarse al calor de la propia convicción y santas pascuas, es propia de espíritus idiotas). El fin del progresismo ilustrado no gustará a la gente que no solo cree que tiene razón, sino que intenta patrimonializar la bondad moral. De hecho, pensando en todos estos santos de la izquierda, sus teorías ya han cumplido su cometido; les han regalado importantes sumas de dinero y les han permitido acceder a múltiples cátedras, centros culturales y otras mandangas de prestigio social aparente. Pero el rollo de la infalibilidad y de mirar por encima del hombro a los demás se les está acabando. Lo dice gente suficientemente lista como Bill Maher, como los escritores cosmopolitas del New Yorker, y pronto lo podremos decir también aquí sin que se nos tilde a todos de fachas.