He ido a ver Partenophe, la última película de Paolo Sorrentino, y me ha hecho mucha impresión encontrar tan bien retratado el fracaso del mundo europeo que parecía que tenía que convertir nuestra historia en un parque temático hedonista, vigilado por artistas y académicos. Partenophe se tiene que ver como la continuación, o incluso diría que como la conclusión agónica, de dos obras anteriores del director napolitano: La Grande Belleza y È Stata la Mano di Dio, las dos mucho más bien recibidas por la crítica y, aparentemente, independientes la una de la otra. 

No me extraña que Partenophe haya generado tanta incomodidad y, hasta cierto punto, tanta decepción, porque el mensaje de fondo es de una dureza tremenda, difícil de encajar. Los críticos hacen énfasis en la belleza de la protagonista, pero la protagonista de la película no es la actriz bonita que Sorrentino persigue arriba y abajo con su cámara morbosa y perfeccionista, especialista en hacer hablar a las piedras. La protagonista de la historia es la esterilidad de un mundo que infecta todo aquello que toca y que ya no encuentra la manera de continuar, porque a costa de escarnecer el amor ha quedado atrapado entre la superstición y el cálculo.

“Italia y, por extensión, el conjunto de Europa, no había estado nunca tan cerca de este Nápoles del cual creía que me había escapado”, parece que piense Sorrentino cada vez que se recrea en una escena. Toda la película es un recordatorio de la imposibilidad de huir del pasado, y de la fuerza radiactiva que tienen los agujeros negros de la historia. Greta Cool, la actriz que figura que ha triunfado en el norte de Italia, es una pobre mujer que esconde la calvicie con una peluca. El discurso que hace sobre los napolitanos se podría hacer sobre los catalanes o sobre los franceses, y muy pronto también sobre los ingleses y los norteamericanos.

El amor está condenado en un mundo ritualizado, que ya no tiene fuerza para ser genuino y separar la espontaneidad de la comedia

La película funciona como una advertencia a todo el mundo occidental, que cada vez es más homogéneo en sus miserias. No por nada, Partenophe es el nombre de la protagonista, pero también es el nombre que los griegos dieron a Nápoles, mucho antes de que Roma fundara los mitos que sostienen el Estado italiano. Por algún motivo, la protagonista es una especie de princesa que duerme en una carroza acondicionada de la época barroca, una bella durmiente que no encuentra a un hombre que la despierte con un beso. Aparte de John Chever, que es el flechazo más improbable, a Partenophe solo le consigue tocar el corazón un cardenal balzaquiano que insiste en hacerle el amor dulcemente, cuando ya se ha abierto de piernas, y un catedrático de antropología que la convierte en su discípulo. 

El académico tiene escondido en una habitación de su casa a un hijo monstruoso que es una caricatura tragicómica de esta generación de niños frívolos y mimados, que se divierten enganchados a las tonterías del Tiktok. El ritmo tedioso de la película está tan muy encajado con la sensación de estancamiento, que parece una confesión del mismo Sorrentino sobre las limitaciones de su genio y de su carrera. Los trucos que funcionaban en La Grande Bellezza, tienen aquí una luz rancia, casi exhausta, que deja una sensación de impotencia y de callejón sin salida. El amor real se manifiesta en la acción y la acción nace corrompida desde la raíz misma en una sociedad sin poder, donde todo el mundo vive aislado por la comedia 

El hermano de Partenophe, que es débil porque lo ve todo demasiado claro, se suicida cuando comprende que ni siquiera podrá vivir enamorado de su hermana. Hay una escena que cuenta muy bien cómo el amor está condenado en un mundo ritualizado, que ya no tiene fuerza para ser genuino y separar la espontaneidad de la comedia. Una pareja de adolescentes consuma su matrimonio ante la mirada atenta de los jefes de la tribu, en un barrio pobre de Nápoles. La cámara enfoca la mirada turbia de los viejos, que se van poniendo calientes mientras supervisan la creación de un futuro que ya nace muerto, sin misterio, sin amor. De repente, te das cuenta de que el inicio de la película, que describe la concepción y el nacimiento de Partenophe, no era tan luminoso como te había parecido.

Los mitos y las obras de arte contienen la raíz y la fuente del poder de los pueblos, pero se han convertido en objetos de consumo, como la misma película de Sorrentino, que se lamenta a la vez que se aprovecha de ello. El cineasta no cree en Italia, pero tampoco cree en Nápoles. Un poco como le pasa a Albert Serra, o a Rosalía, con Catalunya y con España, al cineasta ha sabido crear una mitología personal con los despojos de un naufragio colectivo. El problema es que, por falta de genio o de coraje, no tiene capacidad para conectar sus creaciones con la historia de su pueblo, y vende su mitología con un sentimiento de culpa y de estancamiento creciente, como un souvenir en la Rambla. 

Al final la chica se hace vieja y su belleza se marchita, mientras que las estatuas permanecen eternamente esplendorosas, pero cada vez más huérfanas de significado.