Nadie hablará del tema, pero el hecho más destacable de las elecciones europeas, cuando menos para Catalunya, es la derrota final de Ciudadanos, el partido del carismático y grotesco Jordi Cañas. Ciudadanos nació en el 2006 para hacer cumplir el acuerdo no escrito que vertebraba la relación entre los catalanes y el Estado español al inicio de la Transición. Los catalanes tenían derecho al autogobierno, pero no tenían derecho a la independencia, y la inmigración que había inundado el país durante las dictaduras del siglo XX era la garantía de que el catalanismo tendría un límite.

Una vez el PSC se vio impotente para frenar la evolución del país, el régimen del 78 empezó a necesitar un partido más gritón, que polarizara la sociedad y despertara a los viejos fantasmas. Ciudadanos se convirtió en la última coartada del Estado para contener a Catalunya en las urnas, antes de que los mitos de la Transición se acabaran de hacer añicos. El auge de Ciudadanos coincidió con la necesidad de Madrid de volver a convertir a los inmigrantes en policías, como ya había hecho el franquismo cuando los ejércitos empezaron a estar mal vistos en el lado capitalista del muro de Berlín.

Habrá la tentación de resucitar la vieja dialéctica con el PSC a través de un espacio nacionalista de matriz convergente, una especie de casa grande del independentismo.

La victoria de Inés Arrimadas el 21-D sirvió para teñir las porras de la policía y las acciones de los jueces de una cierta legitimidad democrática, cuando menos, delante de los españoles que habían visto las imágenes del 1 de octubre en la tele. A partir de aquí, Ciudadanos estaba condenado, como lo están los ejecutores de todos los crímenes que se supone que no tienen que dejar marca. Cañas pensaba que Ciudadanos podría hacer una operación al estilo Roca y tener un papel en Madrid, porque sus líderes no eran catalanes étnicos. Todo el mundo ha visto hasta qué punto sus amigos y él eran carnaza.

Ciudadanos desaparece porque el Estado ya no necesita la vieja inmigración para evitar la independencia, ni teñir la ocupación de libertad democrática. La emergencia de la ultraderecha, el endurecimiento de la geopolítica y las oleadas de inmigrantes extracomunitarios, han hecho de Ciudadanos un partido sobrante. La agonía del partido —siete años ha tardado en extinguirse— tendría que hacer pensar a los líderes procesistas. ERC y Junts serán los próximos en caer si se aferran a las comedias de la autonomía; es decir, a los equilibrios de poder entre CiU y el PSC que consolidaron el régimen del 78 y alimentaron el partido de Cañas.

Toda la psicología del Procés partía del deseo de convencer a los hijos de la inmigración de que votaran en un referéndum porque, públicamente, se presuponía que la autonomía era un espacio de libertad y no una jaula. Ahora que se ve que la única democracia que existe en España es la española, y que el PSOE necesita Catalunya arrodillada para poder mandar en Madrid, el viejo pactismo tendrá cada vez menos recorrido. El millón de abstencionistas que se ha consolidado recuerda mucho al millón de catalanes que mantuvieron vivo el idioma durante el franquismo.

Me da la impresión que, para los partidos del Procés, la amnistía será como la victoria de Arrimadas del 21-D, el último fruto de una mitología y de una estrategia que ya no tiene recorrido. Los partidos catalanes tendrán que hilar muy fino, si no quieren entrar en una etapa de descomposición carnavalesca como la del partido de Cañas. Habrá la tentación de resucitar la vieja dialéctica con el PSC a través de un espacio nacionalista de matriz convergente, una especie de casa grande del independentismo. No creo que funcione. No tiene ningún sentido jugar el juego de ser el más votado con las cartas marcadas.

Es lo que quizás ha visto Oriol Junqueras ahora que ha dimitido para poder seguir vivo y no mancharse discutiendo si ERC tiene que facilitar o no la investidura de Salvador Illa. Redefinir el papel de los partidos y saber hacer política de obstrucción será tanto o más importante que gestionar bien Rodalies. Mientras dure este purgatorio, los partidos tendrán que aprender a distinguir muy bien entre la fuerza de los votos y la fuerza del país. Los políticos tendrán que volver a hablar de ideas y valores, y llegar a acuerdos que puedan defender sobre el terreno, y no solo en el Parlamento y en las tertulias.