Lo sucedido este viernes pasado en Washington entre Donald Trump y Volodímir Zelenski marca un punto de inflexión en la configuración del tablero geopolítico mundial. La forma en que Trump despreció a Zelenski, con un brutal abandono de las formas diplomáticas, no solo representa el principio del fin para el presidente ucraniano, sino que también generará serios problemas para la propia administración de Trump en sus relaciones internacionales.
Esta escena confirma lo que algunos sospechábamos: el apoyo incondicional de Occidente a Ucrania ha terminado y, con este, la aparente estabilidad de toda la estrategia euroatlántica. Mientras los líderes europeos aún procesan la humillación de Zelenski, hay un claro vencedor en este juego: China, que, sin mover ficha, ha visto a sus rivales cometer error tras error, dejándole el camino libre para consolidar su dominio económico y político a nivel global.
Occidente, sumido en una estrategia de desgaste contra Rusia, ha descuidado la verdadera amenaza a su influencia mundial: el ascenso imparable de China como primera potencia económica y geopolítica. Mientras EE. UU. y Europa redirigían su atención hacia Ucrania, Pekín ha fortalecido su control sobre las rutas comerciales clave, ha tejido alianzas estratégicas en todo el mundo y ha consolidado su posición como el socio económico preferido de muchos países que antes gravitaban en la órbita occidental.
En este contexto, la única potencia europea que podría redefinir la posición del continente es Alemania. Sin embargo, para lograrlo, Berlín deberá abandonar los paradigmas que han regido la política exterior europea en los últimos años, reconocer los errores cometidos en la estrategia contra Rusia y, sobre todo, comprender que el verdadero desafío no está en Moscú, sino en Pekín.
La imagen de Zelenski en Washington fue la de un líder humillado y derrotado. Su embajadora fue consciente de ello en directo, por mucho que se intente vender el relato de la dignidad, que en política internacional no es un activo, sino un recurso narrativo para consumo interno. Llegó buscando apoyo incondicional y salió con la certeza de que la era de los cheques en blanco ha terminado. Lo que comenzó como una guerra con Occidente unido contra Rusia ha derivado en una pugna de intereses en la que cada actor busca su propio beneficio.
Occidente, sumido en una estrategia de desgaste contra Rusia, ha descuidado la verdadera amenaza a su influencia mundial: el ascenso imparable de China como primera potencia económica y geopolítica
Para Trump, la humillación de Zelenski tenía un propósito claro: reforzar su imagen de líder pragmático ante su electorado y enviar el mensaje de que Estados Unidos ya no se involucrará en conflictos ajenos sin obtener algo a cambio. Sin embargo, este cálculo ignora una variable clave: la comunidad internacional no ve con buenos ojos el trato dado a un aliado en plena guerra.
Además, no podemos olvidar que este tipo de golpes de efecto de Trump no solo están dirigidos al consumo interno, sino que también buscan opacar su errática estrategia económica, la cual, hasta ahora, solo ha generado más problemas que beneficios para su propia economía.
Países como Alemania, Francia y Japón observan con preocupación la forma en que Trump ha manejado la crisis, pues deja claro que cualquier nación aliada de Washington puede ser descartada cuando deje de ser útil para sus intereses. Esto no solo mina la credibilidad de EE. UU. como socio estratégico, sino que abre la puerta para que China capitalice el vacío de confianza que está dejando Washington.
Si hay un país cuya inteligencia ha tenido un rol clave en la guerra en Ucrania, ese es el Reino Unido. Sus servicios de inteligencia han estado en el centro de la estrategia occidental contra Moscú, influyendo en decisiones clave desde mucho antes de la invasión de 2022. Sin embargo, lo que han demostrado con creces en capacidad operativa, lo han perdido en análisis político, geopolítico y de futuro.
Desde la guerra en Siria hasta la crisis en Ucrania, la inteligencia británica ha construido ilusionantes e ilusorios escenarios que luego se han desmoronado. Se aseguraba que la economía rusa colapsaría en cuestión de meses tras las sanciones occidentales, pero no solo ha resistido, sino que ha encontrado nuevas vías de crecimiento gracias a su relación con China, India y otros mercados emergentes.
Lo que comenzó como una guerra con Occidente unido contra Rusia ha derivado en una pugna de intereses en la que cada actor busca su propio beneficio
Además, la insistencia británica en prolongar la guerra como estrategia para debilitar a Moscú no solo ha fracasado, sino que ha tenido el efecto contrario: Rusia ha consolidado su posición en varias regiones del Donbás y ha reforzado su autonomía económica y militar.
Londres, siempre guiado por unos servicios de inteligencia carentes de la necesaria capacidad de análisis geoestratégico, apostó por una estrategia maximalista basada en la premisa de que Putin no tendría capacidad de respuesta a largo plazo. Sin embargo, los hechos han demostrado que subestimaron la resiliencia rusa y sobreestimaron la capacidad de Occidente para sostener la guerra indefinidamente.
Europa enfrenta este escenario sin un liderazgo real. Macron está atrapado entre su retórica de "autonomía estratégica" y la realidad de su dependencia de EE. UU. Pedro Sánchez, por su parte, no tiene ni la influencia ni la independencia para marcar el rumbo de la política europea.
Más temprano que tarde, Estados Unidos lo arrinconará, igual que ha hecho con Zelenski. Y lo hará con un arma conocida: información comprometedora. Washington maneja datos sensibles sobre el abrupto cambio de postura de España respecto del Sáhara Occidental, un viraje sin precedentes que obedeció más a actuaciones externas que a una estrategia bien diseñada. En el momento oportuno, esa información será utilizada para asegurarse de que Sánchez no se salga del guion marcado por EE. UU.
Ahora bien, si hay un país con la capacidad de corregir este rumbo es Alemania. Su economía sigue siendo el motor de Europa, a pesar de la puntual situación política y económica que enfrenta, pero su influencia política ha quedado diluida bajo el débil y errático liderazgo de Olaf Scholz. Con la llegada del nuevo canciller, Berlín tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de redefinir el papel de Europa en el mundo.
Si Berlín no actúa pronto, Europa seguirá cometiendo los mismos errores mientras China y otras potencias reconfiguran el orden mundial sin oposición.
Sin embargo, para ello deberá replantear su relación con Rusia, moderar su dependencia de EE. UU. y diseñar una estrategia realista para gestionar su relación con China.
Alemania no puede olvidarse de que mientras la UE aplicaba sanciones y sacrificaba su competitividad industrial para mantener una línea dura contra Moscú, China expandía su influencia sin oposición y, más, teniendo presente un dato que en Europa siempre olvidamos: que la guerra de Ucrania, en cierta manera para la mayor parte del mundo (Asia, África y en cierta forma América Latina), es una guerra de Occidente y que siempre la han mirado de lejos.
Ayer en Washington, mientras Trump humillaba a Zelenski y debilitaba su credibilidad internacional, el único actor que realmente ganó fue China.
Pekín no ha tenido que hacer nada: simplemente observó cómo Occidente se desgarraba a sí mismo. Mientras EE. UU. y Europa malgastaban recursos en Ucrania, China consolidaba su economía, fortalecía su alianza con Rusia y avanzaba en su proyecto de hegemonía global sin interferencias.
Si Alemania quiere liderar Europa, deberá abandonar la estrategia errónea que la UE ha seguido hasta ahora. No puede permitirse seguir atrapada en una guerra de desgaste contra Rusia mientras el mundo y las alianzas cambian.
Si Berlín no actúa pronto, Europa seguirá cometiendo los mismos errores mientras China y otras potencias reconfiguran el orden mundial sin oposición.