Una mayoría de franceses se han decantado por opciones de derecha, sea extrema, moderada o centrista, pero la victoria se la han llevado las izquierdas, que han obtenido un mayor número de escaños en la Asamblea Nacional. Esto, que podría interpretarse como un absurdo democrático, no lo es porque en Francia por encima de los partidos están las personas, los candidatos y, sobre todo, los ciudadanos, que son los que tienen siempre la última palabra para decidir quién prefieren que los represente.

El partido de extrema derecha Rassemblement National (RN) de Marine LePen ha perdido contra todo pronóstico las elecciones francesas, a pesar de haber sido el más votado, con 8,8 millones de votos, a los que podría añadirse el millón y medio de votos de Les Républicans de Éric Ciotti, dispuesto a hacer frente común con los lepenistas. Jordan Bardella, el candidato a primer ministro del RN, hizo poca autocrítica, pero admitió que se había equivocado eligiendo a candidatos de distrito que no daban la talla. Es decir que no pocos candidatos lepenistas generaban tanto rechazo que los electores contrarios, fueran de izquierdas, del partido Ensemble (ENS) del presidente Macron o de cualquier otra formación política, ejercieron su derecho de veto al que no querían en modo alguno que representara a su distrito, que también es una manera de expresar la voluntad popular. La cuestión es cómo se traduce el voto popular en representantes o, dicho de otra forma, que los electores puedan dar apoyo a este diputado o al menos puedan decir que a este no lo quiero.

Cambiando de país, cinco veces en la historia de Estados Unidos ha sido elegido presidente el candidato que ha tenido menos votos, los dos últimos, George W. Bush y Donald Trump. Y el problema viene determinado porque a diferencia de lo que ocurre con los senadores y los congresistas, la gente no vota al candidato a presidente, sino que elige a representantes de cada Estado en el Colegio Electoral, que es donde se elige al presidente. La distribución de los miembros del Colegio entre cada uno de los Estados no es proporcional a su población. Varios politólogos y sobre todo los afines al Partido Demócrata reclaman abolir el colegio electoral y que sea presidente el que obtiene mayor voto popular directo. Esto es factible ahora en un sistema presidencialista de un país con 300 millones de electores que suelen elegir entre dos personas suficientemente conocidas por todos, pero hace dos siglos y medio las cosas eran distintas y en la Convención Constitucional de Filadelfia, hubo un compromiso entre Estados grandes y pequeños. A los Estados pequeños les preocupaba que Massachusetts, Nueva York, Pensilvania y Virginia dominaran la presidencia. Así que los Estados grandes, atendiendo a la concepción federal de la Unión, aceptaron crear el organismo del Colegio Electoral buscando el equilibrio.

En el sistema oligárquico español el elector está obligado a elegir entre varias listas de personas que difícilmente conoce. No sabe quiénes son, ni qué méritos tienen y si sabe quién es uno y no le gusta porque conoce su mediocridad o su escasa honestidad pero pertenece a su partido preferido tampoco puede descartar

No existe un sistema electoral perfecto, todos tienen ventajas e inconvenientes. Los partidarios de los sistemas proporcionales suelen argumentar que lógicamente debe gobernar siempre quien tiene más votos y no quien tiene menos y reiteran la máxima “una persona, un voto”, que en el fondo es equívoca, porque en ninguna parte hay electores que votan más de una vez. Sí es cierto que dividiendo al país en circunscripciones o distritos, unos diputados requieren más votos para salir elegidos que otros, pero también es evidente que requiere menos esfuerzo recaudar apoyos en distritos muy poblados que en ámbitos rurales, que también deben tener derecho a sentirse representados. En Catalunya, por ejemplo, un sistema proporcional absoluto reduciría el combate electoral a la provincia de Barcelona o incluso al área metropolitana. Ningún partido perdería el tiempo en defender los intereses del Segrià o del Alt Empordà porque los ciudadanos de estas comarcas apenas tendrían la posibilidad de colocar a un diputado en la cámara.

El sistema español es aún menos proporcional que el catalán, es decir, que necesita mucho menos votos un diputado de Soria que uno de Madrid. Sin embargo, no parece que los sorianos estén muy satisfechos. A partir del fenómeno de "la España vaciada" han surgido nuevas iniciativas políticas como ¡Soria ya! o Teruel Existe como alternativas a los partidos convencionales a los que reprochan el abandono de sus provincias. Incluso en León quieren independizarse de lo que antes se conocía como Castilla la Vieja para acercar el centro de decisión. Y esto tiene que ver con el sistema de oligarquía política implantado en España (y en Catalunya) con candidaturas cerradas y bloqueadas impuestas desde la capital.

Aquí el elector no sabe a quién está votando. En las elecciones españolas (y catalanas), el elector debe elegir entre varias listas de personas que difícilmente conoce. No sabe quiénes son, ni qué méritos tienen y si sabe quién es uno y no le gusta porque conocen su mediocridad o su escasa honestidad pero pertenece a su partido preferido, tampoco puede descartarlo. Y no son los electores de Guadalajara o de Lleida quienes deciden qué personas deben representarles, sino el líder del partido que desde Madrid (o desde Barcelona) coloca a quien le parece, sea de Guadalajara, de Lleida o de Sevilla o Santander. Y obviamente el candidato elegido está sometido a una disciplina férrea que, de romperla, vería arruinada su carrera política. Su prioridad no es atender a las necesidades de los ciudadanos de su circunscripción, sino obedecer las órdenes de su líder.

En la segunda vuelta muchos franceses no pudieron votar a quien preferían, pero sí pudieron cerrar el paso a aquellos que no querían, que también es una forma de ejercer un derecho que los españoles no tienen y los catalanes tampoco

En cambio, si es el candidato local y cercano quien debe ganarse el escaño, no por su sumisión al líder sino con los votos de su distrito, ya se ocupará de darse a conocer, de atender a las necesidades y las aspiraciones de la gente que quiere representar e incluso de saltarse la disciplina de partido cuando sea necesario, porque la prioridad no sería satisfacer al líder de su partido sino la voluntad de quienes le han votado, dado que si los traiciona no lo volverán a votar. Y en ese caso sería el líder quien no tendría más remedio que buscar el apoyo de los candidatos ganadores. En este caso no cabe duda que la política estaría sometida a una selección de personal bastante más exigente que ahora.

La propia creación de la circunscripción provincial aleja interesadamente al candidato del elector al que debe servir. El Alt Empordà o la Conca de Barberà no tienen representantes específicos que vivan su propia realidad, que sean conocidos y a los que poder rendir cuentas, y a un diputado por Barcelona en el Parlament solo lo conocen en su casa y representa tanto a un elector de Cornellà como a uno de Sant Jaume de Frontanyà con intereses diferentes, si no opuestos.

El sistema mayoritario no resuelve todos los problemas, pero al menos los ciudadanos saben a qué persona quieren votar y también a quiénes no quieren. En la segunda vuelta muchos franceses no pudieron votar a quien querían, pero sí cerraron el paso a aquellos que no querían, que también es una forma de ejercer un derecho que los españoles no tienen y los catalanes, tampoco.