El título de este artículo seguramente puede hacer pensar a muchos en la evolución del frente en la guerra en Ucrania o, incluso, en una posible nueva frontera en la isla de Gran Bretaña en caso de que Nicola Sturgeon consiguiera llevar a cabo su programa electoral en este ámbito más allá de la reciente decisión del Tribunal Supremo del Reino Unido.
Pero lo cierto es que en este caso hago referencia a fronteras entre Estados que físicamente se mueven, o simplemente desaparecen, y lo hacen a causa del cambio climático. Porque este es el nivel del impacto que está teniendo nuestro reto civilizacional, que incluso es capaz de redibujar no solamente nuestros mapas físicos, también los políticos.
Me refiero, por una parte, al proceso de redefinición de la frontera italosuiza que se lleva a cabo desde el 2009 a raíz del deshielo que se sufre en las zonas alpinas por donde transcurre parte sustancial de la línea divisoria entre estos dos países. Pues bien, en 2009, durante una de las revisiones periódicas que se hacen in situ de la frontera (los Estados hacen esto de enviar periódicamente topógrafos que revisan sobre el terreno que las líneas de demarcación entre ellos "continúen en su sitio") se descubrió que fragmentos de la mencionada franja habían físicamente desaparecido. Y es que hacía casi 150 años que parte de la "línea" divisoria entre Italia y Suiza estaba delimitada topográficamente sobre referencias que se consideraban nieves perpetuas, y estas no habían sufrido ningún cambio hasta la llegada del cambio climático, que literalmente las ha borrado del mapa.
En 2009 se inició, pues, un proceso de negociaciones diplomáticas entre Suiza e Italia para redefinir estos fragmentos de la frontera que acabaron con los preceptivos acuerdos y reformulaciones jurídico-administrativas sin que nadie se hiciera daño.
El problema resurgió recientemente, doce años después, cuando en 2021 se reabrieron las negociaciones. El origen de la nueva problemática era el mismo, la pérdida sustancial de masas, no solamente los glaciares alpinos, sino también grandes masas de hielo y nieve hasta ahora perennes. Pero en este caso ya no afectaba solo a extensiones de roca o piedras, en este caso afectaba a un lucrativo refugio de montaña, al Rifugio Guide del Cervino, justo en medio de uno de los principales complejos de esquí de los Alpes (Zermatt-Cervino).
El refugio fue construido en territorio italiano en 1984, pero recientemente, y a causa del deshielo, la referencia topográfica que marca la frontera por aquella zona precisa, se ha movido, haciendo que dos tercios del refugio pasen ahora a estar técnicamente en territorio suizo. En este caso —visto el valor económico de la cuestión— las negociaciones han sido más complejas, y si bien parece que ya hay acuerdo este no se hará público hasta el 2023, cuando Suiza haya llevado a cabo todos los procedimientos necesarios para su ratificación.
La duda surge cuando se extrapola esta situación a contextos similares en cuanto al entorno físico, pero muy lejanos en el político o geoestratégico. Me refiero a las mutaciones que también se tienen que estar dando en algunas de las fronteras más volátiles del mundo que también se encuentran a altas alturas. Me refiero a los casos de la frontera entre India y Pakistán (con el contencioso de la Cachemira), o la frontera pakistaní-afgana, o las disputas que sobre la misma temática también tienen la India y la China en los entornos del Himalaya. En estos casos, el contexto de las relaciones entre los diferentes países distan mucho del caso suizo-italiano...
Cambiando radicalmente de escenario, y trasladándonos al océano Pacífico o el Índico, nos encontramos otros casos sorprendentes del impacto brutal que el cambio climático tiene sobre la definición del territorio de algunos Estados. En este caso, y a causa del incremento del nivel del mar vinculado al mencionado deshielo, la supervivencia de algunas de las pequeñas islas-Estado (de las Seychelles, pasando por las islas Fiyi, Tuvalu, Nauru o Palau, por mencionar unas cuantas) está en entredicho. En estos momentos el mar se está comiendo literalmente su frágil territorio, cosa que se agrava a causa del incremento de los episodios meteorológicos extremos también vinculados al cambio climático. Menos territorio, y más expuesto a las inclemencias crecientes del tiempo.
Es por este motivo que el embajador de las islas Fiyi en Naciones Unidas pronunciaba un emotivo discurso en la reciente COP27, cuando reclamaba vehementemente la creación de un fondo de "pérdidas y daños" para los países más vulnerables, sin el cual su gobierno se ve incapaz de trasladar las cuarenta y ocho comunidades de su país que necesitan hacerlo urgentemente por la progresiva inhabitabilidad de sus territorios ancestrales, que están siendo destruidos o afectados por el creciente incremento del nivel del mar. Como el embajador Prasad comentaba, el gobierno del Fiyi solo cuenta con fondos propios para trasladar y realojar cuatro de estas cuarenta y ocho comunidades; recordando que la situación de emergencia en la cual se encuentran es el resultado de la contaminación llevada a cabo históricamente por otros países, no precisamente por los microestados isleños del Pacífico o del Índico.
La COP27, pues, no ha fracasado gracias al anuncio a destiempo y en prórroga de la creación de este fondo de pérdidas y daños, cosa que es de justicia. El problema, sin embargo, surge de una maléfica ecuación: a medida que son más evidentes y graves los efectos del cambio climático, más presión tiene la comunidad internacional de afrontar las imperiosas e ingentes necesidades de adaptación que este genera. Pero cuanto más se habla y se actúa de la adaptación, menos se hace con la mitigación.
Y así no vamos bien. La solución no pasa por poner una tirita cada vez más grande y resistente, por muy necesaria que sea. Pasa por curar la herida, por lo tanto, por reducir los gases de efecto invernadero y mitigar el origen de los problemas: el calentamiento global y el consecuente cambio climático.