Pasó hace unos días en una frutería de la calle Fluvià, en Sant Martí. Tres jóvenes entraron, robaron 300 euros y unas partidas de plátanos y patatas. Identificados y detenidos, tal como explicaba Guillem RS en El Caso, resultó que los ladrones eran unos viejos conocidos de los Mossos: tres jóvenes magrebíes, todos ellos de 22 años, que suman un total de 54 detenciones. Uno solo de los jóvenes ha sido detenido 25 veces. Días antes, otro viejo conocido volvía a hacer de las suyas: Henry, el ecuatoriano con múltiples antecedentes que había agredido a varias personas, entre otras a un bebé, y había estado recluido en un psiquiátrico un corto tiempo, volvía a salir a la calle y agredía violentamente a un hombre que hacía deporte en el paseo marítimo. Resultado: la nariz rota, un ojo herido y múltiples hematomas.

Esta crónica de Henry o la otra de la frutería podrían haber sido fechadas en cualquier otro día y haber pasado en cualquier otro lugar del país, porque si alguna cosa es cada vez más irrefutable es que la seguridad en Catalunya se está degradando a una velocidad muy preocupante. Basta con preguntar a nuestro entorno más inmediato para darse cuenta de que todos conocemos a alguien que ha sufrido recientemente un tirón, un robo o incluso un acto más violento. De hecho, hay que recordar que la semana pasada hubo cuatro crímenes en cuatro días, dos de los cuales en Badalona. Da igual, pues, cuáles sean las estadísticas, propias u oficiales, incluso aquellas que la corrección política rebaja ideológicamente, como si el buenismo ayudara a construir una sociedad mejor. El hecho es que en Catalunya empieza a haber un nivel de inseguridad y violencia delictiva que cada vez es más insostenible y está cambiando la fisonomía del país. No olvidemos que cuando la seguridad se degrada, inevitablemente se degrada la salud democrática de una sociedad, como bien nos recuerda la memoria trágica.

No se hacen las preguntas pertinentes, no se aceptan las respuestas pertinentes, se esconden datos con el fin de no herir sensibilidades ideológicas delicadas y por el camino se deja a la ciudadanía huérfana de relato y soluciones sostenibles

Con esta evidencia, ¿cómo es posible que no haya un grande debate, libre de complejos y riguroso, sobre un problema que nos altera el presente y nos puede condicionar severamente el futuro? En este sentido, la irresponsabilidad en el ámbito político y mediático es notable. No se hacen las preguntas pertinentes, no se aceptan las respuestas pertinentes, se esconden datos con el fin de no herir sensibilidades ideológicas delicadas y por el camino se deja a la ciudadanía huérfana de relato y, sobre todo, huérfana de soluciones sostenibles. Hay una dicotomía incomprensible entre el relato público, siempre edulcorado, protegido, capado, y el relato privado, donde a menudo se habla sin tapujos. Por ejemplo, es evidente cuál es la pregunta que se hace la gente ante el caso del ecuatoriano Henry, o ante la multirreincidencia en el caso de los tres magrebíes: ¿por qué no se los expulsa inmediatamente del país? ¿Por qué tenemos que dedicar esfuerzos y recursos ingentes para luchar contra el crimen de extranjeros que han venido ilegalmente y han delinquido de manera reiterada? Y al mismo tiempo, ¿por qué motivo hay una justicia tan lenta y/o tan blanda que permite que una sola persona acumule 25 detenciones seguidas, y al mismo tiempo continúe libre?

Son dos los temas que confluyen en la misma inoperancia: por una parte, el buenismo con la inmigración ilegal, tanto en el aspecto legal como en el proteccionismo mediático, donde casi está prohibido señalar de qué país es el delincuente. Lo decía hace pocos días Albert Palacio, el portavoz del sindicato USPAC de los Mossos, cuando aseguraba que cuatro de los cinco últimos crímenes cometidos en Catalunya habían sido perpetrados por extranjeros. Es un dato que no es menor, pero, sin embargo, lo políticamente correcto —y su hijo expósito, el wokismo— exigen esconderla y repitan la letanía de que no se puede hacer la correlación entre inmigración y delincuencia, a fin de impedir brotes de xenofobia. El argumento es falaz, primero porque es un hecho indiscutible que un mayor grado de inmigración ilegal repercute en los índices de delitos, de manera que solo una buena gestión de la inmigración legal, y una mano dura contra la inmigración ilegal, puede reducir el impacto. Y segundo, porque es justamente el no hablar de ello lo que hace que los ciudadanos se alarmen y acaben votando opciones extremas. El problema existe. Negarlo, callarlo, minimizarlo, no solo no lo resuelve, sino que lo hace crecer.

Al mismo tiempo, también es un disparate no tener una legislación efectiva que resuelva la reincidencia de una manera mucho más rápida y no cronifique el delito. Por eso es tan importante la negociación de Junts con el Estado para poder tener las competencias plenas en materia inmigratoria y poder actuar con más celeridad y eficacia. La situación ahora es justamente la contraria: no tenemos las competencias necesarias, la legislación no ayuda a actuar con rapidez, y el papel de los Mossos queda en un saco vacío cuando, después de investigar y detener, ven cómo los delincuentes salen por la otra puerta. Y todo deriva en una delincuencia cada vez más empoderada —porque percibe una alta impunidad—, una situación de seguridad cada vez más grave y una ciudadanía cada vez más preocupada. Todo, una bomba de tiempo social y políticamente que exige un plan de choque urgente. No solo nos jugamos una sociedad más segura. Nos jugamos también su calidad democrática, porque no olvidemos que sin seguridad no hay libertad...